La primera nevada del invierno llegó a capricho de la naturaleza, que marca los tiempos a su antojo. Con aquella nieve de un atardecer de mediados de noviembre llegó el invierno al pueblo y a algunos corazones. Primero se descolgó en forma de bruma desde las crestas del monte Bodón, extendiéndose por las vegas cuando alcanzó el fondo del valle en forma de aguanieve. Para cuando el padre y el hijo se refugiaron en la casina, como cariñosamente llamaban a su pequeña vivienda, el aguanieve dio paso a pesados copos, que cubrieron de denso y esponjoso blanco, campos, las copas de los árboles, que aún conservaban hoja, tapias y tejados.
Resignados a encarar un invierno adelantado, dejaron de recrearse en el silencioso e inesperado cambio de estación para preparar algo de cena. Ya en la sobremesa, volvieron a la conversación que habían pospuesto ante la temprana nevada.
—Debajo de nuestros pies, hijo, hay un mundo inexplorado y grandioso. Un domingo pediré permiso al capataz y bajarás conmigo al pozo. Así entenderás de lo que te hablo.
—Yo no quiero ser minero, padre, sino marino, navegar por los mares y descubrir tierras inexploradas.
Juan apuró el vasito de aguardiente de un trago, aspiró profundamente de la pipa exhalando lento una tupida nube de humo, abstrayéndose tanto él como su hijo al verla flotar sobre los fogones de la cocina de leña. Observando cómo evolucionaba en formas imposibles de dibujar y se disipaba lentamente en el ambiente caldeado de la pequeña cocina.
—No serás marino, Juanón, quizá si hubieses nacido más al norte, en la costa de Asturias sería algo lógico, pero Dios quiso que te parieran en esta montaña de León y aquí, o eres pastor y te condenas a una vida pobre, o eres minero y te la juegas a cada jornada.
—Padre, usted es minero y también es pobre.
—Pero menos que los pastores.
—Pues yo creo que podré elegir qué seré de mayor.
—Quién sabe, pero aunque no pudieses elegir qué ser, si podrás elegir cómo ser.
—No le entiendo.
—Aquí hay dos clases de personas. Las que sufren y las que no.
—Prefiero estar entre las que no.
—Espera, que aún no he terminado, porque también están las que hacen sufrir a los demás… y las que no.
—Eso no son dos, son ya cuatro clases de personas y, mire, también elijo estar entre las que no.
—Te he dicho que hay dos y solo dos clases. La combinación que has elegido para cómo ser es imposible.
—Que no le entiendo.
—Ya lo irás haciendo con los años, aún eres muy joven.
—Tengo once años, no soy un niño.
—Ya lo sé. Tengo compañeros en la mina que solo tienen un año más que tú y nadie les niega su hombría. Allí debajo no hay ningún niño, te lo aseguro.
—¿Por eso quiere llevarme a conocer la mina padre? ¿Para que me haga minero?
—No, no quiero que te hagas minero, pero lo serás. Esperaremos, no te vendrá nada mal seguir un par de años más en la escuela, aprender las cuatro reglas, a leer bien…
—No esté tan seguro de mi destino, lucharé por él.
—Y eso te hará mucho bien, luchar siempre recompensa, aunque se pierda. A veces, pienso que solo estamos en el mundo para pelear. Mira, también te podía haber dicho que están los que luchan toda la vida y los que no.
—Usted no es como los otros, padre.
—¿Cómo qué otros? ¿Como los que sufren, los que hacen sufrir, como los que luchan o… todo lo contrario? ¿A cuáles te refieres?
Juan rellenó nuevamente con aguardiente su pequeño vidrio y repitió el gesto anterior con la pipa y el humo, disimulando una sonrisa.
—No me gaste bromas ni me enrede. Quiero decir que habla distinto al resto de mineros. Usted tiene ideas.
—Todos tenemos ideas, aunque no todos hacen por entenderlas o escucharlas. ¿De verdad piensas eso de mí, Juanón?
—Usted es más listo que ellos y más que el maestro también.
—¡Hombre! más que el maestro… ¡mira tú que es el maestro!
—Sabrá mucho de libros, de cuentas y de las vidas de los santos, pero mucho de lo que habla sé que no lo entiende porque, cuando le pregunto algo que no se espera, me pone cara de asco y me suelta un coscorrón.
Juan rio entre dientes.
—Eso es porque le tocas los cojones. Con sus capones te explica que no tienes que hacerlo. Está en tu mano que te pegue o no.
—¡Pero qué dice! Entonces, ¿qué hago? Me quedo callado, ¿no? —cuestionó visiblemente irritado.
—Solo he dicho que está en tu mano. Lo hemos hablado antes, ¿te acuerdas? Elegir, no elegir… luchar, o no…
—Ya veo. Igual estoy equivocado y no es usted tan listo como le creía, porque hoy no le entiendo nada.
Juanón abandonó el taburete en el que estaba sentado frente a la cocina junto a su padre y se encaminó a la carbonera que había bajo la pila de fregar. Llenó todo lo que pudo la paleta metálica de carbón y regresó con tiento hacia la cocina de nuevo, cuya portezuela acababa de abrir su padre y que ahora disimulaba su sonrisa, divertido por la respuesta de su hijo, concediéndole toda razón.
Juanón, después de atizar el fuego, regresó al asiento junto a su padre, que aspiraba los últimos rescoldos del tabaco de la pipa.
—¿Y qué es eso que decía antes de un mundo inexplorado y grandioso bajo tierra? No me lo irá a comparar con lo grandioso del mar.
—¡Pero si tú nunca has visto el mar!
—Y usted tampoco, eso lo sé.
—Es verdad. Tu madre decía que era un memo por no haber ido nunca a verlo, que alguna vez tendría que hacer el esfuerzo. Aprovechar un verano, bajar por los puertos a Asturias, irnos los tres al mar…
—Pues madre tenía razón.
A Juanón se le instaló un nudo en la garganta y, al pronunciar la última frase, su voz se mostró lastimera. Pronto se cumpliría un año de la muerte de la madre. Desde entonces, padre e hijo se sostenían los ánimos el uno al otro hablándose a todas horas Daba igual el tema, todo valía con la intención de tener el pensamiento ocupado y sobrellevar la carga de vivir un día más sin ella. Así hasta que llegaba la noche, y ya en la soledad de sus jergones, cada uno lloraba a su manera la ausencia de la mujer más importante de sus vidas.