Nunca había visto a un minero tan guapo, porque seguro que eran mineros aquel grupo de mozos, que lo mismo acababan con una botella de vino para después pedir otras de sidra, sentados en unas sillas de tijera alrededor de una minúscula mesa en la que no cabía ni una botella más.
—Ese, el del pelo moreno peinado hacia atrás va a sacarme a bailar. —Eso le dijo Isabel a sus amigas cuando ya se alejaban juntas en dirección al prado de la romería después de haber acudido a buscarla, pues bien las había advertido.
—Pasaos poco después de la hora de comer, que si mis padres no ven que venís a buscarme, tampoco verán la hora de permitirme marchar.
Las tres amigas acudieron puntuales a la cita a la cantina que situada enfrente del apeadero de la vía del tren, estaba arrendada por los padres de Isabel. Aquel día, como era previsible al ser la fiesta del Corpus, había acudido bastante gente de los alrededores de La Vecilla. En el establecimiento, además de haberse despachado ya unas cuantas cántaras de vino, también se habían ofrecido varias comidas e Isabel había estado ayudando a su madre en la cocina primero y, después, al padre sirviendo las mesas.
A mediados de junio, se intuye ya el verano por los cielos azules despejados, pero en la montaña de León, la primavera ha estallado no hace mucho y al festival de colores y de olores se le sumaba aquella tarde el estridente sonido de las dulzainas y tamboriles, de risas y carreras de los críos por el prado de la romería. Y acertó de pleno Isabel con sus amigas, aquel mozo moreno la sacó a bailar y no se separarían ya en toda la tarde. Tampoco en las de los domingos siguientes, en las que Juanón se acercaba hasta La Vecilla para visitar a la chica que, unas semanas después, se comprometería con él.
Con ciertas reservas al principio, pero mas confiados después, los padres de Isabel consintieron la relación que los jóvenes iniciaban. En realidad, no era un mal partido para su hija. Mejor casarla con un minero que con un bracero que no tendría donde caerse muerto. A fin de cuentas, no viviría muy lejos de ellos. Por otro lado, el tren que discurría ante la cantina y que, poco a poco, iba siendo un medio de progreso, lo era también de separación para quienes no lograban abrirse camino en su tierra y aquellos padres, no querían ni pensar en que un día ese mismo se tren se la llevase lejos, quién sabe si hasta Bilbao, como ya marcharan otras antes, a servir en las casas de la pudiente y emergente burguesía vizcaína, o hacerlo con cualquier novio que le saliese y emprendiesen juntos el rumbo a labrarse un destino más seguro en las fábricas que queman en Vizcaya el carbón de sus montañas.
Mediado el otoño, acordaron que la boda sería la próxima primavera, pero antes, Isabel quería conocer aquel lugar de nombre tan inquietante en el que iba vivir. Juanón bajo de Dolor hasta Villanueva de la Cueva donde, desde La Vecilla, llegaron Isabel y sus padres tras un par de horas de viaje en carreta por el sobrecogedor y sinuoso desfiladero paralelo al río Curueño. Un angosto camino que allí todos conocían como Las Hoces.Ante el indisimulado gesto de decepción de los padres por tener que caminar otra hora por una empinada senda para alcanzar el poblado edificado ante la mina, su futuro yerno propuso que solo subiría con Isabel para que, así, conociese el que sería su hogar. Mientras, sus futuros suegros podrían esperarles allí.
—Mantengo la propiedad de la casa en la que me crie hasta que, con once años, murió mi padre en la mina. Es vecina de la de mis tíos, con los que viví hasta cumplir los quince, que es desde cuando trabajo en la mina y, ante la cual, varios mineros hemos levantado humildes hogares.
Elisa se acercó curiosa al ver a su sobrino en compañía de aquellos extraños. Puesta al corriente de la futura boda de Juanón y visto que los padres de la novia desistían de subir a Dolor, les invitó a permanecer aguardando en su casa. El matrimonio aceptó la oferta, pero con la condición de que compartiesen las viandas que habían llevado para sobrellevar la jornada. Tortilla, empanada, cecina y un par de botellas de vino.
Ese mismo día pudieron descubrir el desconcertante trato que mantenían los tíos de Juanón. Andrés, un hombre hosco y silencioso que apenas pronunció palabra durante la comida para, después, desaparecer sin ningún tipo de atención ni despedida y Elisa, una mujer que actuaba con ellos como si su esposo no estuviese delante, como si fuese invisible.
Después de aquella visita, suspiraron aliviados al ser conocedores de que Juanón y sus tíos apenas mantenían más que un correcto trato y que la casa de Juanón en Villanueva, a pesar de en apariencia estar en mitad de las posesiones de la extraña pareja, era conservada y respetada por esta, pues tanto él como sus tíos eran copropietarios de aquella finca a partes iguales.
Para Isabel, descubrir Dolor fue todo un hallazgo. Tras salvar el empinado ascenso, se alzaba ante su mirada una planicie entre dos riscos calizos en la que, ciertamente, había una instalación minera y por donde discurría el trasiego de mulas cargadas y mineros, pero no había rastro alguno del habitual carbón de las minas. Al no invadir el rastro negro el paisaje como una enfermedad, Isabel podía mantener una visión selectiva y aquel paraje era el más hermoso que nunca hubiese visto. Las laderas que lo circundaban se arrojaban hacia el fondo de los valles limítrofes, salpicadas de hayedos en las caras que se rendían hacia el norte o de praderas y piornos en las que lo hacían hacia el sur. Alzando la vista, formidables montañas, vedadas a la vista de quienes como ella transitan habitualmente por las vegas, se descubrían alzándose imponentes unas tras otras. Revelando la insolencia de sus cumbres algunas de las cuales ya coronadas con los primeros mantos de nieve, presagiando el futuro invierno. Pero aquella jornada era soleada, y el otoño estallaba rotundo en ocres, dorados y verdes.