Cumplidos los quince años, Julio entró a trabajar a la mina. Había dejado de estudiar un año antes y durante ese tiempo se dedicó a ayudar a su madre cuidando un pequeño rebaño de cabras y adecentando unos metros de terreno como huerta que resultó ser un notable aporte a la apretada economía familiar, mientras Ramiro seguía en la escuela. El benjamín poseía una gran capacidad para los estudios. En la escuela, los que más duraban lo hacían hasta los catorce años y no eran muchos. A partir de esa edad, si no se seguía estudiando, cada cual según su familia o posibilidades, empezaría a trabajar y a contribuir al sustento de la economía familiar. Don Víctor, el maestro, intuía el potencial de Ramiro. A su juicio, ya tenía el mismo nivel y conocimientos que los chicos mayores y teniendo once años, hacerle pasar otros tres sin progresar, le parecía un desperdicio. Es por ello por lo que aconsejaba insistentemente a sus padres, que valorasen la posibilidad de enviarlo a estudiar con los frailes agustinos en León. Todos tenían muy claro que Ramiro no iría para cura, pero solo de esa manera adquiriría cultura y no estaría condenado a ser minero.
—¡Quien sabe! —le animaba su madre—, quizá podrías ser maestro… o médico.
—O ingeniero de minas —apuntaba Juanón—, nuestra tierra está horadada de ellas y podrías ganar un gran sueldo sin tener que irte lejos.
—Ya, pero… no sé si aguantaré tanto tiempo allí solo —les respondía disimulando la congoja que le daba ausentarse de su hogar.
—No te diré que no sea duro, hijo, porque lo será —aseguraba Juanón—, pero vendrás en Navidad y verano y te prometo que, al menos un par de veces a lo largo del curso, nos acercaremos a verte a León. Además, harás nuevos amigos, piensa que todos estarán en una situación similar a la tuya, al ser un internado. Tenemos que aprovechar la ocasión de que tanto tu maestro como don Gil nos brindan redactando sendas cartas de recomendación en las que aseguran que tu educación es una inversión a futuro.
—Eso no lo he entendido bien, padre.
—Pues que el patrón igual te ve con posibilidades de ser uno de sus ayudantes en la mina y si no fuese en esta, fíjate la de ellas que hay.
—No sé… Yo creo que lo que me gustaría es ser maestro, como don Víctor.
—Calla, calla, maestro no, hombre, ¿no ves que tampoco salen de pobres? Ya de estudiar, es mejor apuntar más alto.
Julio, por su parte, no decía nada, pues, aunque valoraba el interés y sinceridad de don Víctor, sabía que los argumentos de don Gil no eran tan benévolos. Todo se había desatado un par de semanas atrás, justo antes de que él empezase a trabajar en la mina.
Varias veces el patrón, y otras el Mastín, apodo con el que en Dolor se referían a Gabriel, el capataz, siempre, claro está, que no estuviese delante, habían sugerido a Juanón lo conveniente de que Julio, un mozo fuerte y casi con la complexión de un hombre, comenzase ya a trabajar en la mina.
Juanón esquivaba el asunto, sabedor de que solo a regañadientes aceptaría su hijo bajar al pozo, pues en varias ocasiones le había trasladado a su padre el pavor que sentía solo de imaginarse descendiendo a las profundidades de la mina. Julio no ofrecía una simple excusa, pues varios de los mineros sufrían del mismo mal y se pasaban más de la mitad del turno rezando entre dientes. Cada vez que bajaban, que hacían explotar una carga de dinamita; cuando, como gatos, se adentraban en galerías medio derruidas para extraer arrastras el mineral.
La excusa de Juanón ante el capataz para eludir convertir a su primogénito en un minero más, era que ya que se habían hecho con un puñado de cabras y que la huerta empezaba a rendir a cuenta del trabajo que tanto su esposa e hijo le dedicaban, no era necesario que se dedicase, como él, a la minería y que, por el contrario, para su familia era mucho más conveniente que las cosas siguiesen como estaban. Si las cosas no iban mal, Julio podría ir aumentando el rebaño y bajar a Villanueva, a fin de cuentas, allí estaba también su casa, aunque ahora sus tíos Andrés y Elisa, la usasen como establo y cobertizo. Por otro lado, el maestro de Villanueva estaba empeñado en que Ramiro se fuese a estudiar a León. Todo el esfuerzo de los tres en casa iría dedicado a conseguir una educación de gran nivel para el pequeño de la familia.
Don Gil, en una de sus visitas quincenales por la explotación, fue conocedor por el Mastín de las intenciones de Juanón y debió pensar en que aquel minero tenía demasiados sueños, así que le trasladó al capataz la orden de que Juanón acudiese a entrevistarse con él cuando terminase su turno de trabajo en los barracones que en los primeros tiempos de la mina pernoctaban los trabajadores y donde ahora se habían instalado un par de despachos.
—Pasa, Juanón, y toma asiento. Me dice Gabriel que no quieres que tu hijo sea minero. ¿Tan mal te hemos tratado?
—Eso no es así, señor. Ya le expliqué al capataz la situación en la que nos encontramos. Hemos comenzado a cultivar una pequeña huerta y eso hace que…
Juanón se detuvo en explicaciones al ver que el patrón, recostado sobre la silla de su despacho le hacía un gesto con la mano para que se callase mientras encendía un cigarro, retomando la conversación tras una pausa en la que profirió unas intensas caladas al cigarro y que llenaron con una densa nube de humo el despacho.
—Estoy al corriente de tus excusas y, la verdad, no quería creer lo que el capataz me contaba. Ahora que las oigo de tu boca, lamento que todo no se debiese a un malentendido. Te tenía en mejor consideración.
El aludido fue a intervenir, pero un nuevo gesto del dueño de la mina le hizo refrenarse.
—No entiendo cómo puedes ignorar todo lo que he hecho por ti, ¿o ya no te acuerdas en el lío que te metiste cuando aquella huelga en Matallana? Solo te había mandado a recoger las bombas de agua que reparaban en los talleres del lavadero de carbón y aún no comprendo cómo cojones te pudiste involucrar con algo que ni te iba ni te venía. Si no es por mí, Juanón, no te libras de caer preso y, por consiguiente, perder tu trabajo, dejando a tu familia sin un puto techo. Ahora me dices que tienes una huerta y creo que no entiendes nada. Verás, Juanón, verás, tú y tus compañeros no tenéis nada aquí, ¿entiendes? ¡Na-da! Las casas que levantasteis están edificadas sobre terreno de mi propiedad, esa huerta que dices que tienes y para la que deseo toda clase de venturas —hizo una pausa para reírse de su propia expresión— también es mía. ¿Y acaso os cobro una renta? ¡No! Y no lo hago porque sé que no podríais pagarla. Os doy un trabajo, un lugar donde vivir, un techo bajo el que cobijaros y, a cambio, solo pido una cosa: lealtad. ¿Sabes qué significa esa palabra? Ahora sí que puedes contestar.