Dónde Habitan Los Ángeles - Claudia Celis

Capítulo 4 - La Nevería

Cómo era primero de mes, mi tío tenía que ir a Celaya a comprar la medicina de la farmacia a los laboratorios.

Mi tía le dijo que nos Ilevara, él aceptó, pero como no cabíamos todos en el coche decidió hacer una rifa.

Tomé uno de los papelitos del sorteo para ver quién iba y quién no y lo desdoblé.

Decía Sí.

Sentí un vuelco en el estómago.

Salir con mi tío era siempre una aventura.

Afortunadamente a la Peque también le tocó papelito afirmativo, eso me tranquilizó.

Nos despedimos de mi tía y de los primos que les tocó en suerte quedarse y nos acomodamos en el coche.

“Panchito y Caty se vienen con Lino y conmigo. Los demás se van atrás sin incomodar a la Peque.”

Dijo mi tío.

Instintivamente crucé los brazos para protegerlos, pero fue inútil, Caty era muy hábil.

Su manita se abrió paso y se insertó en mi bracito.

Mi tío nos fue contando el cuento de Los tres mosqueteros.

Los nervios de Caty se calmaron y mi brazo descansó.

Llegamos a Celaya.

Le preguntamos a mi tío si nos podíamos bajar del coche para pasear un poco.

“Sí, niños.”

Nos respondió.

“Pero no se separen. Lino se quedará aquí para cualquier cosa que necesiten.”

Cerca de ahí estaba la nevería de don Vicencio.

“Tío, ¿Podemos esperado en la nevería?”

Preguntó Chucho.

“Sí, si quieren.”

Respondió distraído mientras revisaba unos papeles que llevaba en su portafolios.

“¿Podemos pedir una nieve?”

Se oyó la vocecita de Agustín.

“Sí. Pueden hacerlo.”

Dijo mi tío con la vista puesta aún en los papeles.

“¿Y una leche malteada?”

Preguntó Lucha, emocionada.

“Pues sí, si les gusta.”

Nos dijo y se alejó.

Le prometimos a Lino un barquillo.

“¿De qué lo quieres, Lino?”

Le preguntamos.

“De cajeta.”

Respondió, saboreándose.

Don Vicencio nos saludó y anotó el pedido: Helados, leches malteadas y galletas, un flan para la Peque, y para Lucha y Lupita, además de sus helados, molletes.

“Lucha, los molletes son muy caros.”

Le había advertido Lupita.

“Sí, pero tengo hambre.”

Lupita reflexionó en la respuesta y dijo:

“Ay, yo también.”

Se sobó el estómago.

“¿Puedo pedir otros para mí?”

“¡Claro!”

Respondió Lucha.

“¡Hay que aprovechar que mi tío anda de disparador!”

“No coman mucho porque no van a tener hambre a la hora de la comida.”

Dijo la Peque.

“No quiero que mi tía regañe al pobre de mi tío. Y más tú, Lupita, que eres tan remilgosa.”

“¡Déjame pedir unos molletitos, Peque!”

Le suplicó.

“¡Te prometo que sí como!”

“Está bien.”

Consintió ella.

Cuando vimos venir a mi tío, pedimos la cuenta.

“¡Hola, don Vicencio!”

Gritó mi tío desde la puerta.

“¿Terminaron, niños? ¡Vámonos que tengo prisa!”

Nos miramos todos desconcertados.

La Peque fue a hablar con él.

“¡Cómo! ¿No traen dinero para pagar?”

Gritó tan fuerte que todos en la nevería se enteraron del problema.

Llegó a nuestra mesa de tres zancadas.

“¿Cómo está eso, niños? ¡Explíquenmelo porque no entiendo!”

Vociferó.

“Pero, tío, usted dijo que lo podíamos esperar aquí.”

Le recordó Lucha.

“Sí, niña, eso dije. ¿Acaso había algo que se los impidiera?”

“Pero también dijo que podíamos pedir lo que quisiéramos.”

Dijo Chucho.

“¿Y por qué no iban a poder hacerlo?”

“Pero nosotros supusimos que usted iba a pagar.”

Dijo Agustín, al borde del llanto.

“¿Yo?”

Dijo mi tío con exagerada extrañeza.

“¿Y por qué supusieron eso? ¿Acaso les dije pidan lo que quieran, que yo pagaré?”

“Bueno, no, pero nosotros supusimos que…”

La voz de Agustín temblaba.

“¡En la vida no hay que suponer!”

Exclamó escandalosamente.

“¡Hay que estar seguros antes de actuar! ¿Cómo se ponen a consumir a tontas y a locas sin contar con recursos para pagar?”

Una vocecita interrumpió:

“Peque, quiero vomitar.”

“¡No, Caty!”

Gritó mi tío.

“¡Esa no es la forma de remediar esta situación! ¿Cree usted que devolviendo lo que se engulló quedará exenta de deuda? ¡No señorita! Además, don Vicencio no acepta esa forma de pago, con él hay que saldar las cuentas al contado.”

Recalcó.

La Peque se sentó a Caty en las piernas y se puso a consentirla.

Caty se tranquilizó.

Mi tío seguía inconmovible.

“¡Resuelvan esto de inmediato porque tengo mucha prisa!”

Se dio la vuelta y fue al mostrador a platicar con don Vicencio.

Rascamos nuestros bolsillos, pero, aún juntando lo de todos, no alcanzaba para pagar ni la mitad.

Chucho salió de la nevería y al poco tiempo volvió con el dinero faltante.

“¡Miren! ¡Lino nos prestó!”

Nos informó feliz.

“De pura casualidad mi tío le acaba de pagar su semana por adelantado. Que no se nos olvide su barquillo.”

La Peque fue al mostrador para comprarlo y pagar la cuenta.

Iba cargando a Caty.

Mi tío se la quitó de los brazos.

“¡Ay, niña, no me pellizque!”

Gritó.

Con mi prima prendida a sus cachetes mi tío llegó a nuestra mesa.

“¡Véngase, Panchito!”

Me dijo.

Me cargó en el otro brazo y las pincitas de Caty volaron hacia mí.

Afortunadamente ese día traía suéter.

Rumbo al coche, mi tío nos dijo:

“¿Por qué me miran con esos ojos? Las miradas rencorosas son muy feas. Además, desearle mal a un prójimo no es bueno.”

Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, dejamos la venganza en manos de nuestra tía: ninguno probamos bocado a la hora de la comida.



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En el texto hay: ficcion

Editado: 17.08.2024

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