Donde nacen los lirios

Capítulo 36: Un renacer y un ocaso.

Capítulo 36: Un renacer y un ocaso.

Zack sabía que sucedería. Tarde o temprano. Cuando entró al penal, guiado por dos policías, la cabeza le daba vueltas. Sus pensamientos volaban en miles de direcciones, pero sus pasos eran firmes.

Sus ojos registraban lo que había a su alrededor, pero sin ver realmente. Atravesó la extensión de tierra, algunos prados bordeaban el enorme centro, que como una especie de bestia salvaje se hallaba custodiada por una cerca de alambres, con la parte alta en forma de espirales con afiladas e intimidantes púas. Los escalofríos se instalaron en su nuca. Ingresó al edificio principal y le invadió una sensación de ahogo.

Las paredes color gris sucio y los estrechos pasillos le hicieron pensar que se encontraba en una especie de laberinto. La iluminación en el complejo era poca y mala, y las lámparas de los pasillos parpadeaban. A lo lejos distinguió algunos gritos, burlas y risas de presos.

En ese sitio la luz del sol no lograba entrar, las ventanas cuadradas estaban repartidas en los muros, pero eran pequeñas, cubiertas de barrotes y se hallaban en lo más alto, en la parte más inaccesible.

—Continue, por favor.

Uno de los guardias le miraba con hastio.

No se percató de en qué momento se había detenido frente a la puerta de la sala de visitas.

Otros oficiales apostados en sitios estrategicos, vigilaban la zona con las manos cruzadas delante del cuerpo mientras sostenían armas de alto calibre.

Sebastián estaba sentado frente a una de las viejas mesas de madera, tenía las manos esposadas. Un rayo de luz que entraba por una de las minúsculas ventanas caía directo en su rostro cabizbajo, descubriendo su expresión de cólera contenida y una desesperación callada. Sus ojos parecían los de un perro rabioso.

Verlo, contrario a lo que creyó, no le produjo ninguna alteración. Era más la incomodidad de hallarse ahí, en un sitio donde libertad era aplastada, que la pena por él. Recorrió la silla hacia atrás y se sentó.

—Viniste a verme, hijo—dijo. Su voz era ronca y áspera, la voz de un fumador asiduo, pero hablaba orgulloso, jadeando por la emoción. De haber podido le habría dado un caluroso golpecito en el hombro.

Los labios de Zack se mantuvieron en una linea recta.

—Vine aquí pero no pienses que es porque me interesas, ni porque te quiera— Lo miro con solemnidad, imperturbable. No tenía ánimos de herirlo. Solo estaba diciéndole la verdad sin tapujos. Quería que lo supiera y que le quedara claro.

Nunca se sintió unido a él, solo a la ayuda económica que recibía de su parte. Probablemente era su progenitor, pero no lo respetaba. Durante un breve tiempo, cuando era menor, no se preguntó de donde venía el dinero. Al cumplir 16 comenzó a sospecharlo, sin embargo vivían tan alejados que nunca le dio importancia. Luego Sebastián le regaló una brillante y lujosa camioneta gris y él se olvidó del asunto. La adoraba y le encantaba dar paseos en la ciudad con el único propósito de lucirla. Pero ahora con gusto se desharía de ella.

—Hijo...¿Estoy aquí encerrado y lo que recibo de ti son las palabras de una rata malagradecida?

—Me puedes decir, ¿Qué diablos hiciste?—Rugió implacable. Sebastián sonrió y sus ojos se movieron confusos—Estuviste a punto de asesinar a mi mejor amigo. Lo enviaste al hospital, acabo de ir a verlo—Zack se abalanzó sobre la mesa, lo tomo del cuello de la camisa y lo zarandeó.

—Eh—Un guardia de policía le hizo un gesto de advertencia.

Zack lo liberó con furia, arrojándolo como a un objeto asqueroso.

—Jamás te lo voy a perdonar.

—¿Qué pasa? ¿Por qué vienes a reclamarme como un maldito llorón? Ya no tengo dinero, ¿Es por eso?

Zack se reclinó en la silla y juntó las manos sobre la mesa, tratando de calmarse.

—¿Cómo has podido meterte con las personas que me importan?

—No iba a matarlo.

—Eres una basura—Zack detectó la mentira en sus ojos brillantes y astutos. Sonrió incrédulo. Nada de lo que saliera de su boca podría creerlo, pero necesitaba de él que jurara por su propia vida. Que dijera la verdad por una vez.

—Escúchame—Sebastián se inclinó hacia él y habló en voz baja—Fue un escarmiento. No podía dejarlo así. Tu no entiendes cómo es este negocio porque siempre has sido un maldito perro cobarde y no has querido involucrarte.

—Y no me involucraré, Sebastián—advirtió con frialdad. No podría decirle padre. Nunca lo había sido. Ni siquiera ahora que estaba al borde de la muerte. Pero se iba sin remordimientos y tranquilo porque había conocido personas maravillosas.—Me voy a morir—Su mentón tembló y afianzó sus manos en la mesa, tratando de conseguir un poco de estabilidad.

—No digas estupideces—Sebastián azotó las manos en la mesa. El metal de las esposas repiqueteó contra la madera—Con el tratamiento antirretroviral puedes vivir perfectamente bien durante años. Es hora de trabajar holgazán, de dejar de visitar prostitutas, de hacer tu propio dinero y pagarte tus medicamentos. Se acabó la mina de oro. Puedes darle las gracias a esa perra maldita.



#68 en Joven Adulto
#1753 en Novela romántica

En el texto hay: adolescente, romance, drama

Editado: 19.03.2019

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.