ANNELIESE
Anneliese entró a casa. Cerró la puerta tras ella. Se deslizó por la puerta hasta quedar sentada, con el violín en una mano y el espejo plateado en la otra. Pegó su cabeza contra la puerta y soltó un suspiro.
Cerró los ojos y contó hasta diez.
Concentrándose en sus recuerdos, guardó completo silencio. Pero su calma se vio perturbada al escuchar gemidos provenir de la habitación de su padre.
Abrió los ojos de repente y se levantó como alma que lleva el diablo. Subió las escaleras y se encerró en su habitación.
Dejó los objetos sobre el tocador y se apresuró a pegarse la almohada a la cabeza.
—¡Qué asco, qué asco! —Se repetía una y otra vez mientras intentaba borrar esos sonidos de su cabeza.
¿Por qué no respetaban la casa? No quería imaginar qué era lo que hacían cuando dormía, pues ella solía tener el sueño algo pesado cuando estaba en calma.
Últimamente no se sentía bien y siempre despertaba gritando. Su padre acudía en su auxilio, solo para encontrarla temblando y con la cara empapada por las lágrimas.
Apretujó más la almohada en sus oídos. Parecía que cada vez que hacía eso, los gemidos se volvían más fuertes como si lo estuvieran haciendo en su oído.
Reprimió las ganas de gritarles, en cambio buscó con la mirada los audífonos, quizá si ponía la música a todo volumen, esos sonidos desagradables se irían.
Olga gritaba como si la estuvieran matando, aquello desagradó a la joven, quien se apresuró a coger los audífonos e insertarlos en su teléfono, el cual a duras penas logró conseguir del bolsillo trasero de su pantalón.
Puso Dance with the Dragon a todo volumen y solo así pudo estar tranquila. Se recostó sobre su espalda y juntó las manos sobre su abdomen. Cerró los ojos y se dejó guiar por la música mientras se imaginaba bailando con el dragón de la historia.
—Take my all, I surrender, surrender. I will die another day, another way… —cantó.
«¡Silencio!», la orden pasó por su cabeza con la voz de su madrastra.
Se sobresaltó y abrió los ojos de golpe, encontrándose sobre ella una cara pálida de mirada amenazante, que le sonreía con dientes afilados y la boca manchada de sangre.
Su cuerpo se tensó de tal forma que no podía mover sus extremidades. Con la poca iluminación que entraba por la ventana, logró visualizar dos ojos furiosos y hambrientos.
Una gota de sangre cayó cerca de la comisura de sus labios, deslizándose por su mejilla. Se estremeció al sentirla recorrer su piel.
No podía abrir la boca para gritar y pedir ayuda a su padre.
Anneliese permanecía inmóvil y con ambos ojos puestos sobre la criatura de rubia cabellera que no dejaba de verla con diversión, como si fuera una especie de juguete del cual podía disponer en cualquier momento y a su antojo.
Entonces, sintió dos manos sobre sus brazos, de reojo observó esas pálidas y huesudas manos aprisionándola. Se retorció intentando zafarse de ese agarre, pero, por más que lo hacía, no podía moverse.
Suplicó por piedad. Los ojos se le agüitaron y procuró no llorar. No quería verse vulnerable ante ella.
Apretó los ojos cuando la criatura de rubia cabellera le pasó la lengua por la cara.
Se retorció y chilló hasta que por fin pudo moverse.
Abrió los ojos y se sentó de golpe sobre la cama. Miró a su alrededor. Llevó su mano al pecho y respiró profundamente.
Estaba sola en la habitación.
Se quitó los audífonos, permaneciendo en total calma. Los sonidos erótico-sexuales ya no se escuchaban, por lo que agradeció a estar tranquila y poder dormir en paz.
Se levantó de la cama y miró el tocador. Ahí descansaba el violín.
Mirarlo le trajo recuerdos que desearía olvidar.
—Everett Guélin —pronunció el nombre del chico de ojos azules.
Ahora conocía su nombre y pensar que estuvo a punto de besar al hermano de Matthieu le produjo náuseas.
Se consideraba una basura por hacer algo que estaba en contra de sus principios morales. Pero, sobre todo, se sentía como una estúpida al recordar la forma tan fría y distante con la que le habló cuando se topó con él su casa.
—¿Qué haces aquí?
—Esta es mi casa.
—¿Ustedes se conocen?
—En mi vida la he visto.
Esa breve conversación se repetía en su cabeza una y otra vez.
¿Por qué le habría mentido a Matthieu?
«Quizá por la misma razón que tú no dijiste nada», se reprochó.
Ella quería hablar con Everett, tener alguna explicación de su parte, pero lo único que obtuvo fue una indiferencia que le resultó familiar.
El tal E había hecho lo mismo el día que lo conoció.
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Editado: 03.08.2022