"Coloro che mon furono mai aventuati, no son degni della loro felicita (Los que no fueron jamás desaventurados, no son dignos de la felicidad)"
«Hugo Foscolo».
08:09 am.
La mañana se ve muy amena, el sol está oculto entre las nubes y, aunque el día puede calificarse como uno gris, no lo hace. Aún se ve uno que otro rayo de luz irradiando la ciudad desde el cielo, volviéndola un día agradable.
Andrómeda no puede notar nada de esos pequeños detalles. Un agudo dolor de cabeza se lo impide. Aunque ocurren muy a menudo, no termina de acostumbrarse.
Mira a su alrededor, confundida. No tarda en recordar algunas imágenes de la noche anterior. Lo último que recuerda con exactitud es su discusión con Lincoln, del resto, todo es muy difuso y oscuro.
El otro lado de la cama se encuentra vacío. Su única compañía es el perfume de Elliot en el ambiente. Una sensación de amargura se instala en su pecho.
Aunque el día es perfecto, ella lo ve gris.
—Le da vergüenza llevarme a un estúpido baile, pero no tener sexo conmigo. Fantástico—masculla, molesta.
Se levanta de la cama, con el malestar aún latente. Es tarde y tiene que ir al hospital a trabajar. Una jornada larga y ocupada es lo que necesita para distraer su mente.
Después de prepararse, baja las escaleras y se dirige al comedor. Se detiene al ver a la nana y a Elisabeth en la mesa.
—Buenos días—saluda, cohibida. Ambas se giran y le sonríen al verla.
—Buenos días. Espero que ya te sientas mejor. Mi nieto me dijo que estabas un poco mal.
—Está preocupada porque no logra recordar ni siquiera como llegó a casa—. Me ha pedido que te cuide y te enseñe todos los lugares de la casa.
—Me siento mejor, gracias por preocuparse—comenta, modesta—. No es necesario que me atiendan, solo quiero saber dónde puedo encontrar mi equipaje.
—No te preocupes por tus cosas, una vez que desayunemos, te mostraré dónde están.
—Lo siento mucho, pero me temo que no podré acompañarlas a desayunar. Se me hará muy tarde para llegar al hospital, pero les prometo que mañana yo misma les haré el desayuno.
—¿Trabajar? Mi nieto me dijo que no te dejara siquiera parar de la cama.
—¿Que? No, no, necesito ir al hospital, ahora ¿Pueden decirme donde están mis cosas?—la anciana la mira, dubitativa—. Por favor, necesito llegar a tiempo a mi jornada. Ya me encuentro mucho mejor, descuide.
—Andrómeda tiene razón, nana. Debe ir a trabajar ¿Y si alguien muere porque ella no está?Además, no tardará mucho. Debemos adornar el árbol de navidad, ¿cierto, Andrómeda?
—Cierto... Había olvidado que ya va a llegar la fecha de navidad.
—De acuerdo, pero no debes demorar, ayer mi nieto estaba muy preocupado por ti.
Un revoloteo floreció en su estómago.
—¿En serio?
—Sí, decía que era una irresponsabilidad de tu parte ausentarte de esa manera sin avisar.
Su rostro se descompuso.
—Ya veo... ¿Podríamos buscar mis cosas?
La jornada en el hospital fue ordinaria a excepción del interrogatorio de Isaac que no paró de reprocharle sus actos cada vez que tenía oportunidad.
Aún hay unos cuantos periodistas esperándola afuera. Saben que Elliot no estará con ella todo el tiempo y aprovecharán cualquier instante para interrogarla.
Se coloca una capucha y un atuendo de bajo perfil. Sus colegas la ayudan a salir por la puerta de servicio trasera del hospital. Isaac se encarga de acompañarla hasta la parada de buses y se va porque debía continuar con su jornada.
El día se había mantenido nublado. Le parece placentero sentarse en la banca fría mientras escucha un poco de música. Para ella, no hay nada mejor que eso. Ni siquiera el sillón de su oficina le genera tanta paz como la sencillez de esa banca fría. De alguna extraña manera, la hace sentir viva.
Normal.
Antes de que el transporte haga su parada, un Audi negro se estaciona el frente. Algunos que esperan en la parada comienzan a murmurar, sin dejar de ver el auto con fascinación. Oculta su rostro en la capucha, reconociendo el auto. Morirá de la vergüenza si baja la ventanilla y la reconoce. No quiere enfrentarlo. No cuando aún no sabe qué fue lo que ocurrió la noche anterior.
La ventanilla no se abre. El auto no se mueve del lugar hasta después de varios minutos. Respira aliviada. El autobús con la ruta que espera se detiene. Sube y toma asiento en los últimos puestos.
El autobús arranca, pero vuelve a detenerse para recibir a más pasajeros. Se abraza a sí misma, calentándose por el frío que se cuela en sus huesos debido al invierno.
Pequeños puntos blancos comienzan a caer en el firmamento y posarse en las ventanillas del autobús.
—Nieve—musita maravillada.
Son contadas las veces que en la que Boston se ve envuelta en la nieve. Andrómeda siempre disfruta cada una de ellas.
Sabe la ciencia detrás de las nevadas. Sin embargo, ella lo ve como algo mágico y extraordinario. Su mirada brillaba de ilusión, como una pequeña niña que veía el espectáculo por primera vez. Se alegraba y carcajeaba cada vez que se topaba con un niño jugando en la nieve.
—Te gusta mucho, ¿no es así?
Su corazón retumba al reconocer su voz.
Elliot se encuentra sentado a su lado, luciendo un abrigo negro. Lleva varios minutos mirándola y es la razón por la que está tan sonriente.
—E-E-lliot t-tú, qué, có-cómo—
—¿Por qué no te subiste al auto? ¿Crees que soy muy idiota para no reconocer a mii propia esposa? —susurra.
Andrómeda se estremece al escucharlo. Sus alientos fríos se mezclan, iguales de ansiosos e indecisos. Aparta la mirada de él para fijarse en su entorno, todos los pasajeros van ensimismado en sus teléfonos o durmiendo. Vuelve a observarlo y de inmediato se dice que ha sido una mala idea al ver su sonrisa ladina muy cerca de su boca.
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Editado: 26.03.2022