Los días empezaron a pasar, y los Alcázar y Daniel entraron a la escuela. Una mañana, él simplemente encontró su nuevo uniforme y útiles escolares en su habitación, y se dio cuenta de que no era cualquier tela, ni cualquier par de zapatos.
No estaba acostumbrado a ir uniformado a ninguna parte, pero al parecer en las escuelas privadas era ley.
Y Diana se veía preciosa en su falda escocesa gris y roja, y su camisa blanca con lazo rojo.
Al parecer, estaba en el mismo grupo con Esteban, y recordó que Jorge le había pedido, o más bien ordenado, que lo ayudara a entrar a Harvard, pero conforme fueron pasando los días y fue analizando el comportamiento de Esteban, decidió que si él fuera un jurado calificador de tal universidad lo habría descartado de inmediato. La mitad del día Esteban dormía, y la otra mitad escuchaba música mientras hacía bolas de papel y se balanceaba en su silla. También se dio cuenta de que el chico era una especie de matón al que los demás le tenían cierto temor, y huían o se escabullían cuando él estaba cerca.
Jorge lo mandó llamar a su oficina, y Daniel entró aún con su uniforme al enorme edificio del Grupo Empresarial Alcázar sospechando que le pedirían una especie de informe. Cuando estuvo en el despacho del presidente, éste le puso delante un juego de tarjetas bancarias, y él se preguntó qué pretendía mostrándole eso.
—Son tuyas –dijo Jorge, y acto seguido le dijo el monto del que disponía en cada una. Daniel no pudo evitar abrir la boca asombrado, aquello era demasiado. Entre su madre y él, en el pasado, nunca habían logrado reunir siquiera una tercera parte de lo que ahora disfrutaría él solo.
—Pero… no lo necesito. Quiero decir, tengo techo, y como en tu mesa. Me llevas y me traes en los carros de la casa…
—Pronto aprenderás que este estilo de vida tiene un precio –dijo Jorge, interrumpiéndolo—. Harás amigos que no te llevarán a sitios donde se come con diez dólares, ni podrás presentarte ante ellos con zapatos de veinte. Tal vez no te consideres a ti mismo igual a ellos, pero entonces deberás fingir, de lo contrario, ellos nunca te aceptarán.
Daniel miró las tarjetas pensativo. No entendía mucho, pero tenía lógica, así que extendió la mano y las tomó.
—Parece que quiere que estas personas me incluyan en su círculo. Pero yo creo que nunca me aceptarán del todo. Soy el hijo de una mucama, de una sirvienta. Y de padre desconocido, además.
—Sí, pero estás en América, hijo. Aquí no hay sangre azul, ni nobleza. Si bien la alta sociedad es como una pequeña burguesía, lo que dicta las normas es el dinero; si lo tienes, o si parece que lo tienes, entrarás. Deberás, además, comportarte como si no lo necesitaras, o no te preocupara. Si cuentas las monedas delante de otros, te marginarán—. Daniel sonrió de medio lado.
—¿Por qué me ayuda de esta manera? –Jorge le devolvió la sonrisa mirándolo fijamente.
—¿De veras quieres quedarte donde quedó Sandra?
—Ella no pudo surgir por mi culpa –dijo Daniel borrando su sonrisa y odiando el comentario—. Yo fui el peso que la hundió.
—Puede que tengas razón con eso. No conozco las circunstancias bajo las cuales Sandra se quedó embarazada de ti, pero está visto que ella renunció a su vida por la tuya. Tal vez no deba decirte esto, pero tendrás que valorar su sacrificio surgiendo tú. Ella te dejó sus últimos recursos, que no fueron dinero, ni bienes; su más grande recurso fue una promesa que le hice hace tiempo, y por eso vino a mi casa. No acabó con veinte años de distanciamiento por mí, no. Lo hizo por ti. Ahora tú lo tomarás donde ella lo dejó, o rechazarás sus esfuerzos y decidirás vivir a tu manera. Si te precias de ser inteligente, tomarás la mejor decisión.
Daniel lo miró apretando los dientes. No muy a menudo alguien le hablaba con la verdad tan crudamente, pero tuvo que aceptar que lo que Jorge decía era razonable, y por su bien. Se quedó en silencio por unos segundos, y Jorge sonrió.
—Es increíble poder hablar con un adolescente sin que este se altere y empiece a gritar –Daniel lo miró un poco torvamente.
—Mi madre me enseñó a respetar a los mayores.
—Y la adoro por eso. ¿Cómo le va a Esteban?
—Fatal. Ni siquiera permite que me le acerque en el colegio. Está en su lista de prohibiciones.
—Vaya, es una lástima. Pensaba que tú podrías haber aprovechado como nadie el paso por Harvard—. Daniel entrecerró los ojos mirándolo fijamente, y Jorge mantuvo su sonrisa displicente—. Además de las tarjetas, tenía otra cosa que decirte –siguió—. La otra semana empezarás un trabajo por horas aquí.
—¿Aquí? –preguntó Daniel, mirando en derredor—. ¿Haciendo qué?
—Necesitamos otro recadero.
—Ah.
—Así que vendrás a este lugar cuando salgas de la escuela. Y también los sábados.
—Bien.
—¿No te quejas?
—¿Debería?
—Sí, bueno. Es sólo que no estoy acostumbrado a esto.
—¿Usted no está acostumbrado a dar órdenes y que se le obedezca? –Jorge elevó una ceja.
—Hablo de los adolescentes. Esteban estaría rompiendo cosas.
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Editado: 11.02.2022