Capítulo 2: Rutinas y música

Me levanté temprano a escoger de entre mis únicos tres vestidos el menos viejo. Decidí usar uno azul marino, tenía un único par de zapatos, los que me regaló Vanessa, estos eran azules y con un pequeño tacón, eran bonitos, pero ya se encontraban viejos. La ropa que tenía era de las donaciones de caridad que recibía el hospicio, dentro usábamos un uniforme gris con una falda gris, solo usábamos ropa de calle cuando íbamos a misa.

Pilar, Soledad y Jorge igual se habían alistado para ir a ver a sus familias. Pilar iría a ver a su madre, Soledad a su hija y a su nieto, Jorge a su mujer y Víctor no se había levantado todavía a desayunar. Como se nos habían acabado los cartones de leche me mandaron a mí por uno a la cocina de la casa grande.

—¿No habrá problemas si me lo llevo? —pregunté con nervios.

—La señora esta ahogada en resaca, no se dará cuenta —contestó Soledad.

—Bueno, pero no estoy segura de que sea correcto —dije antes de salir de la casita.

Tenía que pasar por la sala de estar para ir a la cocina y ahí encontré a Ricardo con una chica y un amigo. La muchacha que estaba con ellos era muy hermosa e iba perfectamente bien arreglada, ella hizo que me diera vergüenza mi propia imagen. Por la forma en la que Ricardo la abrazaba supe que ella era su novia.

—Hola Carla —Saludó Ricardo -, ¿irá a ver a sus padres?

—Hola —Saludé a todos con una tímida seña —, no, solo saldré a caminar —contesté incómoda. Si nadie sabía de mi orfandad mejor.

Ricardo hizo un gesto de confusión.

—A las mujeres nos gusta caminar solas —agregó con simpatía la novia de Ricardo.

Ella llevaba el cabello largo, negro y muy lacio, sus ojos eran grandes y verdes.

Me despedí de todos con una seña y fui a la cocina. Desde ahí yo era capaz de escuchar de lo que hablaban y creo ellos no sabían que yo podía escucharlos, ya que estaban hablando de mí.

—¿De dónde la sacaron? —preguntó uno de ellos —¡Para ir por una igual!

—No tengo idea. Vanessa, la otra sirvienta, le dijo sobre el trabajo aquí.

—¡Armando! —exclamó ella —, no vayas a intentar conquistarla.

—¿Por qué no debería hacerlo, Ana? —preguntó él con estupefacción

—Piensa, dejó su casa y a su familia para trabajar, no debe tener cabeza para pensar en amor —respondió Ana.

A pesar de que ella me había defendido de buena fe me sentí mal por la lástima que había despertado, y eso que no sabía que era una huérfana de hospicio y que no tenía a nadie en el mundo. Si algo detestaba era ser objeto de lástimas, pero en la naturaleza de un huérfano aquello era una cualidad.

Me quedé con la cabeza abajo y con la espalda recargada en el refrigerador. No pasó mucho tiempo para que Vico entrara a la cocina.

—Carla, no llore. Tiene unos ojos azules impresionantes y llenos de lágrimas no lucen —dijo conmovido.

—No estaba llorando —respondí chocante—, pero gracias por el cumplido. —Volteé a verlo y quité mi ademán amargo.

—¿Tengo derecho a saber por qué tenía esa cara larga?

—Algo que escuché.

—Los amigos de Ricardo son unos imbéciles, su novia es lo único que está bien.

—¿Le gusta ella? —Crucé los brazos y alcé una ceja.

—Solo pienso que es bonita —dijo con una sonrisa nerviosa—, pero sigo creyendo que usted es más bonita.

Él puso una mano de nuevo encima de mi cabeza y me revolvió el cabello. Vico no era muy alto, pero cuando hacía eso daba la impresión de que él era enorme y yo un ser diminuto.

—¿Qué hace aquí? —pregunté confundida.

—Como es lenta hasta para ir por la leche me mandaron a mí.

Busqué el cartón dentro de la alacena, esa sola acción la hice con precaución y sigilosamente, como si estuviera cometiendo un delito. Vico se burló de mí, él me arrebató el cartón, puso sus manos sobre mis hombros y se aprovechó de mi maleabilidad para hacerme caminar más rápido. Cuando pasamos por la sala de estar nos despedimos de Ricardo y los demás, me dio la impresión de que Ana cambió su mirada simpática por una de envidia. No le presté mucha atención y me concentré en salir de la casa rápido.