A tres meses de trabajar ahí ya me había acostumbrado a las peleas constantes, a las borracheras de Amalia, a las miradas de envidia de Ana, a los tratos mitad déspotas mitad amistosos de Pilar, a que Soledad me consintiera de más por ser huérfana, a dormir en un lugar húmedo y lúgubre; y a los besos y compañía diaria de Vico.
No tenía idea de que éramos Vico y yo, solo sabía que había algo más que una simple amistad. En los primeros días me había prometido no involucrarme sentimentalmente con Víctor, por lo insegura que estaba de iniciar mi primer romance. Pero no podía, me contradecía a cada momento, al grado de que yo era a veces quien buscaba su compañía.
En una de las muchas noches que la pasábamos arriba del techo. Estábamos los dos acostados sobre una cobija, ambos con las manos detrás de la cabeza. Yo me hallaba atenta mirando la luna llena, pensaba en que si algún día seríamos capaces de llegar a ella.
Él estaba más dormido que despierto pero aun así dijo:
—La quiero, Carla.
Puse la mano en mi corazón, sentí una especie de presión ahí.
—Yo también lo quiero —dije sin dejar de mirar hacia la blanca luna llena.
Aquella noche me convencí de que no podría hacer nada para evadir lo obvio y me resigné a dejarme llevar por ese sentimiento que apenas descubría. Era extraño para mí, pero me gustaba, me gustaba sentirme así.
La mayoría de las veces las pláticas nocturnas terminaban en una serie de besos e incluso caricias que no llegaban a más porque yo le decía que se detuviera, no estaba lista, quería hacerlo hasta que estuviera casada. Vico y yo los fines de semana íbamos a dar una vuelta al parque o a comer, lo que fuera con tal de estar juntos, fuera del trabajo y que estuviera al alcance de nuestra economía.
Los ahorros para mis planes de la universidad iban bien, me quedaba únicamente un mes antes de ponerme a investigar todo lo relacionado con mi admisión. Por recomendación de Vico haría exámenes para dos universidades distintas, uno para la Politécnica y otro para la Autónoma.
—No creo que Carla sea tan tontita como para no quedar en ninguna de las dos.
—Claro que no. —Negué con la cabeza—. Porque sé que me va a ayudar. —Después de decir eso lo abracé.
Y a los tres meses de mi primer día llegó la madre del señor Ricardo, la señora Miriam Durán. Era una mujer con el cabello cubierto por canas y con el rostro arrugado, aun así lucia muy fuerte, imponía, se daba a respetar, no tenía problemas en expresar lo que pensaba y ponía en su lugar a su nuera cada que podía.
Con su llegada los problemas también aumentaron, ahora Amalia tenía quien la reprendiera pero ella no daba su brazo a torcer y las peleas se extendían por horas. Lo único bueno era que Amalia ya no se embriagaba en el comedor, lo hacía encerrada en su habitación.
A su esposo parecía no importarle eso, él se iba diario y llegaba solo a cenar. ¿Si ya no se amaban por qué seguían juntos?
En esa casa los problemas más grandes siempre fueron los que estuvieran relacionados con Isabel, ahora que estaba su abuela para defenderla y consentirla Amalia encontraba nuevos pretextos para enfadarse con su hija y regañarla por cualquier cosa; su suegra se enojaba, Ricardo hacía un comentario para después irse y entre ellas dos se hacían pleitos fuertes que duraban horas.
Isabel antes de la llegada de su abuela, a la hora de la comida, no bajaba y pedía que le llevaran los alimentos a su cuarto. Cuando su madre estaba de buenas Pilar iba a dejarle la comida, pero cuando no, Amalia entraba a su habitación y la hacía bajar por la fuerza. Isabel se negaba a comer por lo que su madre no la dejaba levantarse hasta que lo hiciera.
Con la llegada de su abuela Isabel bajaba a comer todos los días, se sentaba alado de su abuela y dejaba limpio el plato. Amalia se enojaba de que su hija prefiriera la compañía de su abuela a la suya y obligaba a Isabel a sentarse a su lado.
Ella accedía a pesar de los reclamos de su abuela, pero se negaba a comer de nuevo. Isabel era muy delgada y a mí me daba miedo que se desnutriera.
—No quiere estar contigo —dijo Ricardo sin subir la voz—. Deja que se siente con la abuela, la vas a matar de hambre.
—Isabel tiene que comer aun si tengo que hacer que se siente aquí todo el día —contestó Amalia con la boca torcida—, es berrinche nada más.
—No le hagas caso Isabel —agregó Miriam—, ven y siéntate aquí. Si quieres puedo llevarte de compras después.
—Nada de eso —contestó terminante Amalia—. Esta niña no se merece nada, sus calificaciones son pésimas. Reprobó todo, va a perder el año. A ese paso no sé como le va a hacer para empezar con la preparatoria.
—Si sus calificaciones son pésimas es porque aquí no escucha otra cosa que no sean pleitos —respondió su suegra con enfado—, no es un ambiente sano.
Isabel no pudo seguir escuchando más y corrió a encerrarse en su habitación. Aquello desató una pelea fuerte entre las dos mujeres, Ricardo tenía una postura neutral, pero se mostraba más a favor del lado de su abuela. Al poco rato se hartó, se paró de su silla y se fue a buscar su auto para irse.