—Vamos, Kairi, se te hará tarde —la escuché gritarme con voz ansiosa y desesperada desde algún punto de la casa.
Resoplé, cogí la mochila y bajé corriendo los escalones, haciendo crujir la madera bajo mis botas.
En menos de un minuto llegué a la planta baja, arrojé la mochila sobre el sofá y me dirigí a la cocina, donde mi hermana mayor estaba sirviendo el desayuno con gesto enérgico. Era obvio que se encontraba nerviosa, y esa era su manera de dejarlo entrever.
—Buenos días, Maddy —saludé y la ayudé a poner la mesa. Aunque no era gran trabajo, solo éramos ella y yo en esa casa.
Acomodé los platos, los vasos y una taza de café para Maddy; entretanto, ella comenzó a servir los huevos con tocino para luego verter el jugo de naranja en nuestros vasos de cristal. Finalizó con un poco de café; ella lo necesitaba para mantener energía. Simplemente, si no tomaba café, su día no era bueno.
Me senté y la esperé, observándola moverse por la cocina rápidamente; los mechones de su cabello castaño, casi oscuro, se oscilaban de un lado a otro por su rostro mientras ella lo apartaba. Usaba una blusa rosa pastel de botones blancos que mi padre le había regalado. Pese al tiempo que tenía, se seguía manteniendo en buen estado, aunque podía asegurar que ella buscaría la forma de remediar cualquier desgaste que tuviera. Maddy amaba esa blusa.
—¿Estás nerviosa? —me preguntó de pronto sentándose frente a mí, sin mirarme a la cara. Su atención estaba puesta sobre el periódico mientras llevaba el cubierto repleto con comida a la boca, la cual masticaba con prisa, atenta a lo que leía.
—No —respondí despectiva imitándola con los cubiertos.
—Me alegro; ya verás que te irá bien —afirmó. Me dedicó una leve mirada; sus ojos chocolate se achicaron y nuevamente se posaron en el periódico.
Hice una mueca que ella no vio. Al menos, eso esperaba.
Todo era tan diferente allí, tan pequeño y verde, que me daba la impresión de que todos vivían dentro del bosque. Acabábamos de mudarnos a Banff, en la provincia de Alberta, Canadá, que, a decir verdad, era más un pueblo con gran turismo debido a las diferentes atracciones que tenía. Había dejado mi vida en Chicago atrás, ya que el trabajo de mi hermana así lo solicitaba, y no podíamos darnos el lujo de mantener dos casas y mis estudios en el colegio. Eran gastos que, por el momento —y aunque quisiéramos—, no podíamos costear.
No contábamos con más familia: nuestro padre había fallecido hacía dos años y la mujer que me había dado la vida se había largado en cuanto yo había llegado al mundo. Nunca habíamos sabido nada más de ella, y en realidad no hacía falta el saberlo. Éramos nosotras dos contra el mundo, y estaba bien: siempre nos mantendríamos unidas.
Maddy era mayor que yo, una doctora especializada en pediatría, graduada un poco antes de que papá falleciera. Yo, por mi parte, cursaba el tercer semestre de preparatoria y esperaba seguir los pasos de mi hermana.
—Sí, bueno, creo que es hora de irnos —dije mirando mi reloj, sin prestarle atención al plato medio vacío que había dejado. Ni siquiera tenía apetito. Me encontraba un tanto nerviosa y ansiosa, como si presintiera algo. Aunque debía de ser lógico; iba a enfrentarme a un entorno totalmente distinto al que había estado acostumbrada.
—Claro —aceptó poniéndose de pie. Ella sí que había acabado el desayuno. No sabía a dónde iba toda esa comida que ingería; por más que ella comiera, Maddy nunca subía de peso. Era muy delgada, más de lo que ella quisiera, pero no dejaba de verse bonita con esas facciones finas que heredó de algún familiar.
La ayudé a recoger la mesa en silencio y dejé los platos en el lavavajillas; luego fui a la planta alta de nuevo, entré al baño directamente y me apresuré a cepillar mis dientes. Al terminar me miré una última vez en el espejo, acomodé la maraña revuelta que era mi cabello castaño y decidí en el último instante tomarlo en un moño alto. Observé el brillo labial a un costado de mi pequeño estante, que me tentaba para que lo usara, pero opté por ir al natural. Salí de ahí con prisa; se me estaba haciendo tarde.
Nuevamente bajé corriendo, cogí la mochila y justo Maddy me esperaba en el umbral de la puerta. Creía que ella estaba más emocionada que yo por llevarme al colegio, como si fuese una niña pequeña que apenas comenzaba el preescolar.
Afuera estaba fresco. Me agradaba el clima de aquel lugar. No era ni muy caluroso ni muy frío; era perfecto. La mayor parte del día se hallaba nublado. Debía confesar que me había hecho sentir en Forks, y ciertamente me identificaba con Bella Swan. Aunque, claro, allí los depredadores no eran vampiros, sino humanos, y estaba segura de que no estaría fuera de problemas.
Antes de subir al auto, me quedé mirando hacia al frente. Lo que más me gustaba de ese sitio era el bosque que rodeaba todo el pueblo: el verde destacaba entre todo lo demás, lo que le daba un aspecto tan natural y calmado que me serviría de inspiración para ponerme a dibujar. Pero eso lo haría más tarde.
Abrí la puerta y subí al auto para acomodarme en el asiento de piel mientras Maddy arrancaba y, momentos después, se puso en marcha.
En lo que realizábamos el recorrido a mi nuevo colegio, me dedicaba a mirar por la ventanilla del auto, observando a las personas que recién abrían las puertas de sus comercios para comenzar el día. También vi a varios chicos que caminaban en grupos por las calles, dirigiéndose quizá al mismo lugar a donde yo iba. A pesar de todo, me hallaba emocionada; era divertido conocer gente nueva y hacerse amigos. No era muy sociable, pero tampoco me la pasaba en un rincón leyendo un libro.
Apreté la mochila contra mi cuerpo y la ansiedad creció de forma súbita mientras veía más y más jóvenes, lo que me hacía saber que pronto llegaríamos al colegio. El recorrido no era muy largo, ya que, al ser un sitio pequeño, llegabas a tu destino en cuestión de minutos. Nada que ver con Chicago, donde el tráfico era la muerte para las personas que necesitaban llegar a sus trabajos. Aunque, a decir verdad, era la muerte para todos. Una jodida desesperación.