—Es increíble que no puedas hacer una cosa por ti misma. En serio, Abigail. ¿Tengo que recordarte cada cosa a cada instante? –exclamó Theresa Livingstone a su hija—. Te dije claramente que tenías que venir en ayunas, ¿es que no puedes mantener esa boca cerrada? Si tu padre no fuera un hombre que gana dinero, nos habrías arruinado hace tiempo porque no paras de comer y comer. ¡Mírate! ¡Avergüenzas!
Abigail apretó los dientes sin decir nada, y luego miró fuera del auto en el que iban a través de la ventanilla. No había querido ir en ayunas a la cita de ahora porque nunca era necesario, y tampoco era como si hubiese acabado con las reservas de la casa; ¡sólo se había tomado un jugo de naranja! La regañina de su madre no sólo era injusta, sino también innecesaria, pues nunca le hacían un examen que requiriera ir en ayunas. Sospechaba que su madre lo hacía sólo por mortificarla, pero esto era normal en ella; estaba segura de que Bob, el conductor que ahora las llevaba hacia el consultorio del doctor John Frederick, estaba escuchando cada palabra que le decían, y conociendo su buen corazón, la estaría compadeciendo también.
Debería estar acostumbrada, se dijo. A ella la regañaban constantemente por todo y por nada. Había nacido defectuosa, torpe, muda, asmática, gorda.
Se miró las manos, y notó que éstas empezaban a temblar.
Iría al consultorio del doctor Frederick, como era habitual cada cierto tiempo por insistencia de Theresa, como si fuera alguna enferma crónica, o contagiosa, o de gravedad, y éste le diría lo de siempre: que no tenía nada en su corazón, ni en sus pulmones; y luego añadiría con cierto desdén que su asma no era más que una manera de llamar la atención de sus padres y familiares.
Y su madre le creería como se le cree a un dios y la regañaría de nuevo todo el camino de vuelta.
Theresa siguió hablando sin parar aun cuando el auto se detuvo y Bob le abrió la puerta, subieron al ascensor y entraron al consultorio del doctor y se sentaron. Luego, le contó al doctor que Abigail había tenido su periodo con regularidad, que comía más de la cuenta y no tenía ningún hobbie o actividad en el que invirtiera todo su tiempo libre. Le contaría también que este mes había tenido sólo un ataque de asma y fue cuando Jason, el hijo menor de su hermana Charlotte, había caído por la piscina. Abigail no habló para nada, y eso que era su cita. Pero esto también era normal.
El doctor Frederick, como siempre, la hizo sentarse en su camilla, le miró los ojos, los oídos, la boca, le escuchó el corazón, los pulmones y demás, y dijo lo de siempre: ella estaba bien.
La razón por la que Theresa seguía llevando a su hija mayor de veintinueve años como si fuera una niña especial al mismo médico a pesar de que éste le daba siempre la misma respuesta era todo un enigma, pero como siempre, ella no dijo nada.
Salió del consultorio desganada, y se recostó a la puerta suspirando y cruzándose de brazos. Otra vez una mañana aquí y ella no había podido ni abrir la boca. Tal vez, un día de éstos, debía ella misma hablar con el doctor, gritarle si era posible que veía estas visitas innecesarias, pero, ¿para qué? Además, dudaba que pudiese conseguirlo, siempre que intentaba entablar una conversación con alguien que no fuera de su familia, su garganta se cerraba y de ella no salía una sola palabra, más que balbuceos que la hacían parecer como una auténtica idiota subnormal. Ella era parte de ese ínfimo porcentaje de personas en el mundo que sufría un trastorno del lenguaje llamado tartamudez. Sólo el siete por ciento de la humanidad lo padecía, y sólo el uno por ciento de esa cantidad eran mujeres, así que, si alguna vez le faltaban motivos para pensar que era especial, este era uno grande para recordar.
Se mordió los labios y miró la puerta con deseos de abrirla y hacer su fantasía realidad.
Inténtalo, se dijo. Intenta hablar por ti misma con el doctor. Dile que sólo te sientes ahogada en tu casa, al lado de una madre terriblemente controladora, tres hermanas menores perfectas, con sus esposos perfectos y sus hijos perfectos con las que constantemente te están comparando, pues ella sólo había sido una chica con demasiada mala suerte al nacer así. Su primera palabra la dijo a los siete años, y ya entonces su padre se avergonzaba de ella y su madre la escondía cuando llegaban sus amigas a casa. Sus hermanas la mitad del tiempo la tenían por idiota, y la otra, la compadecían, y el servicio a veces pensaba que además era sorda y cuando estaban cerca de ella cuchicheaban acerca de todo, y si le iban a decir algo, era a los gritos.
Era difícil. Era frustrante, pero esta era su vida diaria.
Cuando cumplió los dos años y seguía sin pronunciar palabras, la llevaron a un médico especializado y éste dijo que su laringe estaba en perfecto estado. Descartaron todo tipo de trastornos y síndromes, pues era inteligente, aprendía rápido y su motricidad era tan buena como la de cualquier niño a su edad. Nada explicaba por qué no hablaba.
—Tengo una hija idiota –había dicho entonces Arnold Livingstone con tanto desprecio que ella guardaba esa mirada en su memoria como un grabado a fuego en su piel. Y aún la miraba así; no recordaba una sola palabra amable que su padre le hubiese dirigido jamás.
Afortunadamente para los Livingstone, Theresa dio a Luz a tres hijas más: Charlotte, Christine y Candace. Éstas sí eran normales, sí fueron a la escuela, y actualmente todas estaban casadas. Habían salvado el apellido haciendo uniones fructíferas y sólidas con grandes hombres de negocios o de buena familia. Abigail seguía soltera y en casa a sus veintinueve años.
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Editado: 22.02.2022