Maurice entró al edificio donde tenía su pequeño apartamento y caminó esquivando el elevador, que estaba fuera de servicio por reparación, aunque dudaba que fueran a arreglarlo en un futuro cercano. En las escaleras se encontró a Helen, que venía con su niña en brazos y lo detuvo.
—Tienes visita esperando fuera de tu puerta –le informó.
—¿Visita? –preguntó él—. ¿David? ¿Daniel?
—No, una mujer…
—¿Diana? ¿Michaela, Marissa?
—No. Míralo tú mismo. Yo sólo digo que es muy guapa. No sabía que te gustaban pelirrojas—. Helen siguió de largo y no pudo ver que Maurice había palidecido. Se quedó allí, con los pies en diferentes escalones sintiéndose de repente sin fuerza para avanzar.
Una pelirroja. Había muchas pelirrojas en Estados Unidos, pensó, no tenía por qué alarmarse. Cientos de ellas, miles, y no todas eran naturales. Además, si Helen la había visto, claramente no era su fantasma. Era alguien de carne y hueso.
Siguió avanzando y llegó por fin al pasillo donde estaba su apartamento, uno que pensaba abandonar esta misma semana para volver al lujoso apartamento de soltero donde había vivido hasta que tuvo la nefasta idea de casarse con Stephanie Gardner.
Y Stephanie estaba allí, de pie, con las manos en la espalda y mirando la pared del frente, llevando una ropa… bastante diferente a la que su mujer solía lucir.
Tenía que ser ella, se dijo avanzando poco a poco. Tenía su misma estatura, su mismo cabello rojo, rizado y abundante. El mismo color de piel, pero no parecía ella.
La mujer lo vio y su mirada azul cobalto se iluminó. Incluso le sonrió.
—¡Maurice! –lo saludó.
—¿Quién eres? –le preguntó él, agitado. Pasó saliva intentando tranquilizarse, no podía huir ahora a plena luz del día. Estaba visto que este fantasma, si era uno, lo acosaría a menos que él le plantara cara.
—Yo… Mi nombre…
—Sí, tu nombre. ¿Quién eres? –él frunció el ceño. Intimidarla se sentía bien, pero ella lo miró fijamente a los ojos.
—Mi nombre es Abigail Livingstone—. Él dio un paso atrás. Una de las primas. Había dado con él una de las primas malvadas de Stephanie. La miró de arriba abajo. Que él recordara, las primas Livingstone eran rubias, no pelirrojas, y ninguna se parecía tanto a Stephanie como ésta de aquí.
—Mentira.
—Es… ¡Es verdad! –él metió la llave en su puerta.
—Pues entonces, si es verdad, peor para ti. Desaparécete.
—¡No! –él cerró la puerta dejándola afuera—. ¡Necesito decirte algo! –gritó ella a través de la puerta—. ¡Es… es importante! –él miró la puerta con rencor. Esta mujer, si es que era verdad y era la prima de Stephanie, se estaba burlando de él.
Ya lo había asustado una vez maquillándose como ella, y apareciéndose causándole casi un susto de muerte.
—¡Por favor, atiéndeme! –volvió a hablar ella, golpeando suavemente la puerta—. ¡Tienes que escucharme! –Sonriendo con sarcasmo, Maurice caminó a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Miró la maleta que había hecho, que, en vez de ropa, contenía alguna música, libros y unos cuantos objetos personales. No había muchas cosas materiales que pudiera llevarse. Los muebles eran demasiado viejos, la ropa, inadecuada para el nuevo estilo de vida que llevaría.
Su tío le había estado insistiendo para que volviera pronto, y él se había decidido, para llevar a cabo la venganza que había planeado, necesitaba poder y dinero, así que se había hecho hora de dejar atrás este lugar.
Ya Daniel sabía la verdad acerca de él, ya sabía que era su primo. David tal vez sospechaba algo acerca de su vida pasada, de sus motivos para haberse escondido aquí todos estos años, pero era tan discreto y buen amigo que no hacía preguntas, tal vez esperando a que él tomara la iniciativa y le contara.
Los llamados de la prima Livingstone cesaron, y Maurice suspiró. Se había cansado bastante pronto de llamar.
Se paseó las manos por los ojos tratando de borrar su reciente visión. Era endemoniadamente parecida a Stephanie, tanto, que irritaba. Se dedicó a prepararse algo de comer y tranquilamente se sentó a la mesa. Leyó unos documentos que su tío le había pasado, y miró en su nuevo teléfono algunos correos que había estado esperando.
Continuaría los estudios que años atrás había dejado iniciados. Volvería a la empresa y se iría preparando poco a poco para tomar el control luego. Llenaría sus días de trabajo y otras ocupaciones con tal de no pensar, de no maldecir, de no necesitar embriagarse para no llorar, o no recordar que había llorado.
Horas después, se dio cuenta de que había oscurecido, y se levantó para encender la luz de la sala. En el momento, el teléfono timbró.
—Hey, Mao –era David—. La abuela preparó costillitas de cerdo ahumadas. Me dejó la fastidiosa tarea de llamarte e invitarte.
—¡David! –se escuchó la voz de Agatha al reprocharle a su nieto. Maurice sonrió.
—Allí estaré.
—¿Por qué no le dices mejor que estás enfermo? –sugirió David, y volvió a escucharse la voz de Agatha regañando a David—. Dile que tienes diarrea, no tienes que aceptar nuestras invitaciones siempre, ¿sabes?
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Editado: 22.02.2022