Estaba oscuro, el olor a moho y arena mojada inundaba sus fosas nasales, haciéndole reconocer inmediatamente el lugar donde se encontraba, por lo que entró en pánico y apenas podía moverse dentro del reducido lugar subterráneo.
La sed era abrazadora y la humedad hacía que su cuerpo se cubriera en sudor, mientras el corazón amenazaba con reventarle el pecho, y aunque tenía ganas de llorar, no lo hacía. Su orgullo, ése que se fue fortaleciendo con el paso del tiempo, no le permitía derramar lágrimas, no quería que la escuchara llorar y prefería morderse los labios hasta hacerlos sangrar, pero no liberaría los sollozos que se le arremolinaban en la garganta.
La línea de luz superior que se colaba por la rendija de las compuertas de madera, eran su única manera de diferenciar el día de la noche. Era de día, la luz era más fuerte y no hacía tanto frío.
A medida que su vista se acostumbraba a la oscuridad, pudo mirarse las manos y las piernas, no era la niña, ya era la mujer, pero llevaba puesto el vestido de tela de algodón que había sido blanco con estampados de la muñeca Strawberry Shortcake, pero no podía distinguirlos con exactitud por el sucio que lo oscurecía.
Se encontraba descalza y su cabello hecho nudos. Ya no era la niña, no lo era, y no sabía qué hacía ahí. Todo estaba exactamente igual a como lo recordaba, definitivamente había sido arrastrada a su pasado.
Afuera el viento empezaba a silbar con fuerza y hacía vibrar las hojas de madera amenazando con arrancarlas, pero no lograba su cometido y el viento helado se colocaba en el lugar haciendo pequeños remolinos con el aserrín que cubría partes del suelo arenoso.
—¡Rachell! —una voz que reconoció inmediatamente la instó a gatear hasta debajo de las puertas que le servían de techo.
—Señora Amellie… ¿Qué pasa? ¿Qué está pasando? —preguntó angustiada sin poder controlar las palabras que salían de su boca.
Lo peor era que estaba segura de a qué día correspondían, por lo que el corazón se le instaló en la garganta; toda ella empezó a temblar, al tiempo que sus lágrimas salían sin control porque sabía el triste desenlace de ese momento.
—No tengas miedo, sólo es el viento. Parece que viene una tormenta… Te he traído un poco de agua, abre la boca —pidió la mujer desde el exterior. Ella estaba en su infierno personal y nadie podría sacarla.
Como autómata y como lo había hecho siempre que la encerraban en el mismo lugar, y su ángel salvador la saciaba para evitar que muriese deshidratada. Pegó la boca a la rendija, sintiendo cómo el chorro de agua la llenaba y con la misma sed que siempre tenía, tragaba y pedía un poco más.
El viento cada vez era más fuerte y ella escuchaba crujir la estructura. La tierra temblaba, la sentía vibrar bajo sus rodillas apoyadas en la arena.
—Se acerca una tormenta, niña, sujétate a las columnas de madera, hazlo fuerte, yo voy a volver a casa. Apenas pase la tormenta regresaré y te traeré algo de comer —prometió con ternura.
—¿Cómo está mi mamá? —preguntó desesperada.
—No lo sé, no la he visto… Me tengo que ir —La voz de la mujer denotaba urgencia y miedo—. ¿Promete que te vas a sujetar a las columnas?
—Lo haré —contestó con el corazón saltándole en la garganta.
Las hojas de maderas se astillaron y algunas se le incrustaron en la espalda. Ante el pánico no pudo sentirlas, sólo escuchaba como si el mundo afuera se estuviese derrumbando, y aunque ella se encontraba encerrada no iba a ser excluida.
El suelo se estremecía, las columnas de roble crujían y todo se hizo más oscuro. Cuando todo pasó, fue consciente del dolor que le causaban las astillas clavadas en su espalda, así como toda ella temblaba de manera incontrolable y el corazón le iba a estallar.
Esperó y esperó. Llamó a gritos, pidió ayuda, pero no recibía respuestas. Escuchaba las sirenas de la policía y las ambulancias, la rendija y los huecos que quedaron cuando las compuertas de maderas se rompieron, hacían que los rayos del sol entraran.
También los hilos plateados de la luna o la luz incandescente de los faros de un helicóptero, al que pudo ver a través de los agujeros de la madera. Empezó a sentir mucho frío, y las astillas incrustadas en su espalda no dejaban de doler. El cuerpo aumentaba su temperatura y escalofríos empezaron a recorrerla sin piedad.
Sentía la garganta irritada ante la sed. Se sentía débil por la falta de alimentos y la señora Amellie no llegó a darle un poco de agua como acostumbraba a hacerlo, tres o cuatro veces al día.
No tuvo fuerzas para seguir gritando y las pocas que mantenía para estar despierta se agotaron, no supo cómo, ni cuándo salió de ese lugar. Cuando despertó estaba en un hospital y se encontraba nuevamente en su cuerpo de niña, compartiendo la habitación con siete niños más. Escuchaba a los doctores hablar, de que Tenopah había sido arrasado por dos tornados. El caminar enérgico por los pasillos le hacía saber que había muchas personas que requerían cuidados médicos.
Las fuerzas habían sido renovadas. Ya no sentía dolor ni ardor en la espalda, mucho menos sentía frío. Lo primero que pidió fue un poco de agua y una enfermera que atendía a otro niño, dejó su trabajo de lado y se acercó. Con ternura le tocó la frente.
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Editado: 20.04.2022