— No existe ningún motivo, Ricardo... Mamá solo...—titubeo con gran nerviosismo, Dulce. El rostro de Janet lucía pálido ante su imprudente intromisión.
Ricardo intercalaba la mirada entre ambas mujeres, incrédulo. Aunque nada de lo que pudiera intuir, acertaba a la realidad.
— Yo solo pensé que Dulce por un momento se había conmovido ante sus palabras vacías. Así que... por eso lo dije —evadió el comentario. Ricardo no muy convencido suavizó los gestos.
— Así es —confirmó Dulce pasando saliva nerviosa. Decidida a que su realidad se mantuviera en secreto para él.
— Dulce, por favor cree en mí, en mis palabras. O tan solo dime ¿Qué hacer? —insistió con esa mirada melancólica que a ella intimidaba.
Le dolía mirar los moretones en aquel rostro gallardo, que durante tantas noches idolatro y acuno entre sus manos. Pero debía mantenerse firme y ya jamás creerle, pese a lo que argumentara.
— No, no hay nada por hacer. Por más que digas lo que digas, no te creeré. No creeré en tus palabras cargadas de hipocresía —continuó negándose. Ricardo sacudió la cabeza desesperado por no encontrar la forma adecuada de que ella le creyera—. Me lastimaste. Me usaste, dañaste mi dignidad y me pisoteaste. Te transformaste en un villano conmigo, tal y si me odiaras más de lo que se suponía odiabas a mi padre.
— Lo sé. Todo aquello que dices, no sabes cuánto me atormenta. Cada día que pasa sufro por ello y me odio, Dulce. Te aseguro que lo hago —Las lágrimas en ella le demostraban, todo aquel amor que resguardaba por él. Ricardo se negaba a comprender ¿Por qué no darle una oportunidad a la felicidad?
— ¡Basta Ricardo!, tan solo detente, no continúes por favor —resoplo secándose las lágrimas con su delicado dorso—. Ya tome una decisión y aunque intentes cambiar las cosas, no sucederá. Te pido que seas feliz. Que busques el destino que se te fue arrebatado, pero no conmigo. No te guardaré rencor, si eso puede mantener tu mente más tranquila.
Ricardo rodó lágrimas por sus mejillas como nunca antes lo hubo hecho. Por lo regular siempre fue un hombre fuerte, tenaz y orgulloso, que jamás mostraba debilidad ni vulnerabilidad ante nadie. Su fortificada edificación se estaba derrumbando con aquella despedida, con esa determinación que sulfuraba su firmeza y el coraje que durante mucho tiempo lo mantuvo inquebrantable. Clausurando su corazón al amor.
Pero Dulce, ella se había convertido en alguien que implicó la excepción para él.
Lamentablemente, ante sus duras elecciones, pudo captar que ella estaba hablando muy en serio, no cederia, no le daría el gusto de triunfar a como estaba acostumbrado hacerlo.
De pronto le vinieron también a la mente una ráfaga de un montón de memorias sobre aquellos momentos en los cuales fue cruel con ella. Con la mujer que amaba. Ganando de ese modo su desprecio, ese que reflejaba su endurecida faz. Un odio imposible de atribuírselo a una mujer tan tierna como ella.
Percatado del daño tan grande que ocasiono en un ser inocente, supo que no tenía escapatoria. Cada desprecio lo tenía más que merecido.
Apretó los labios, suspiro profundo y tomó una enorme fuerza de voluntad para hablar, confrontando así sus propios fallos.
— Bien. Te lo digo de verdad, y espero que me creas -dirigió de nuevo su mirada a Dulce-. Lo lamento, siento demasiado haberte herido como lo hice. Te amo y quisiera que pudieras creer que quiero ser mejor por ti, y preciso por ese mismo sentimiento aceptare dejarte de molestar -Ella se sorprendió un poco y pestañeó descolocada-, te prometo que no volverás a saber más de mi si eso es lo que deseas. Por qué lo único que anhelo, pese a haber sido como fui, es que tú puedas ser feliz —La joven comenzó a sentir que los labios se le volvieron trémulos al igual que su cuerpo entero.
Tuvo unas enormes ganas de creer en sus lágrimas, de decirle el motivo del que hablaba su madre. Pero preciso esta misma la detuvo al sujetarle la mano advirtiendo que estaba estremeciéndose con la sinceridad que aparentemente mostraba Ricardo. Así que no le quedo más que agachar la cabeza, evadiendo la mirada iluminada con esos ojos grises adormitados del hombre que amaba, para de este modo desvanecer su afligida ansiedad.
— Que algún día puedas olvidar —prosiguió Ricardo, notando con discreción el sujeto que su suegra imponía—. El tiempo es imposible de retroceder, pero intentaré que vuelvas a sonreír. Estoy seguro que lo harás —asomo una sonrisa triste—. Cuídate mucho, Dulzura —Cuando ocupo nuevamente ese apelativo para nombrarla, ella volvió su vista hacía él, mirándolo con mucha nostalgia. Sabiendo que ya nunca más escucharía el armonioso sonido de esa palabra saliendo de su boca, articulándose con sus labios.
Frente a esta inequívoca despedida, Ricardo nuevamente quiso tomarla de la mano, pero Janet se entrometió para impedirlo.
— Ya le escuchó mi hija, señor Zambrano. Ahora puede irse, empezando a cumplir con ello su promesa de dejarla en paz —zanjó Janet sintiéndose en la necesidad de intervenir para que Dulce no terminara cediendo ante Ricardo al verlo tan sumido en la tristeza y dispuesto a dejarla ir, a otorgarle su libertad.
Dispuesto a no contradecir a la madre de su esposa, termino accediendo con un movimiento de cabeza. En su rostro también asomo un sentimiento de derrota. Pero antes de dar la media vuelta para finalmente marcharse, le dirigió una última mirada fortuita a su dulzura, con la esperanza de conseguir compasión. La compasión de esa mujer que le enseño que el amor en verdad existe. Que el rencor, el pasado y los malos sentimientos lo único que pueden hacer es cegar un corazón. Un corazón que evidentemente es capaz de amar más de lo que cualquier otro puede dar.
Algunos minutos posteriores a la partida de Ricardo, Dulce reaccionó de su repentino letargo y estuvo a punto de correr tras su marido, impidiéndole con esto alejarse de su lado. Pero su madre por enésima vez impuso la distancia aferrándose a su antebrazo como si de una pequeña niña tratando de cruzar la peligrosa vereda, se tratará. La joven empalideció y la mayor negó firme en su reacción.