Luego de un largo camino, llegaron a la ciudad de México. Rosario nunca había salido de casa. Era extraño ver los edificios levantarse a sus costados. De repente se sintió invadida y temerosa, pero su hija la sostuvo de la mano y pronto tomaron un taxi.
Martina sabía la dirección porque había husmeado en alguna ocasión mientras limpiaba, los papeles de Ricardo. Cierta vez, logró hallar la dirección de Dulce entre los documentos de su matrimonio. Ese que después de todo resultó ser un contrato. Situación que más de uno conocía muy bien ya.
En su recorrido en el vehículo, noto el visible desconcierto de su madre. Se tronaba los dedos de las manos, aferrándolas juntas sobre su regazo. Mientras sus labios balbuceaban plegarías. Ella era muy religiosa, nunca faltaba a la misa de los domingos en el pueblo.
Aun no comprendía, como con tal grado de pureza, su madre hubiera sido capaz de actuar de ese modo. De involucrarse con…
— ¿Falta mucho para llegar? —inquirió alejando a Martina de su meditación. Ella asentó, fingiendo que conocía muy bien la ciudad.
Algo que Daniel le había contado en aquellas charlas telefónicas, fue preciso eso, los peligros de la ciudad. Así que debía ser astuta, fingir que conocía muy bien el lugar para evitar cualquier incidente incómodo.
Para su fortuna, en efecto, faltaba muy poco para arribar a su destino.
— Aquí es señorita… Esta es la dirección que me dio, debe ser esa residencia. Supongo —anunció el taxista escudriñando la propiedad con la mirada. Martina de igual modo escaneo el lugar y asentó con la cabeza.
— Sí, aquí es —dijo sin saber que lo fuera.
Pago el servicio y se apeó junto a su madre que aún continuaba con el rostro blanco, pálido. Pese a que el tono de su piel era más bien moreno.
— ¿Estás segura que esta es la casa, hija? —cuestionó Rosario.
— Así es, mamá. Y si no, pues caminaremos hasta hallarla. Seguro no esta tan lejos —respondió sintiéndose nerviosa.
Estaban solas, en una ciudad desconocida. En un sitio donde nunca antes habían ido. Tan solo por buscar a Daniel, por evitar que cometiera una locura ante su obcecada obsesión.
— Toquemos el timbre, solo así saldremos de dudas —se encogió de hombros aparentando calma.
Acto seguido, ejecutaron esa maniobra. Aguardaron varios segundos para ser atendidas. Quien se asomó y abrió el blanco portón fue una mujer. Una chica joven con uniforme de mucama.
— Hola, buenos días. ¿Puedo ayudarles en algo? —indago la jovencita.
— Sí… venimos a ver a la señora… Dulce, Dulce Valencia —De inmediato Martina recordó el apellido de soltera de Dulce. Y se le ocurrió nombrarla por este. La mucama pareció pensativa durante unos momentos.
— Déjeme anunciarle con la señora. ¿Usted… se llama? —elevó una ceja. Cuestionando.
— Por favor, solo dígale que es urgente. Miré… mi nombre es Martina, ella debe recordarme. Dígale que vengo de la hacienda La Alborada —apunto con apremió. La chica asentó y volvió a cerrar la puerta, sugiriéndoles que aguardaran.
Como lo habría hecho con cualquier persona que preguntara respecto a Dulce o cualquier habitante de la casa, fue a informarle a la aludida. Esta misma, se encontraba midiéndose su vestido de novia. Un hermoso vestido blanco, que caía hasta sus pies, holgado y haciéndola lucir como una princesa. Una hermosa dama que giraba sobre su eje mientras sus ojos se miraban en un alto espejo y las dos mujeres a su lado la halagaban siendo sinceras.
— Señora Dulce. Disculpe que le interrumpa, pero alguien ha venido a buscarle —aviso la mucama. Dulce se paralizó al escucharla.
— Pero, Rita. ¿No ves que estamos ocupadas? ¿De quién se trata?, ¿Qué insensata ha venido a molestar a mi hija? —se inmiscuyo Janet.
— Dice llamarse Martina. Que viene de la hacienda La Alborada, dice que la conoce muy bien —sugirió la chica.
Dulce desvaneció la sonrisa de su rostro y sus recuerdos le trajeron los momentos incomodos que le hizo vivir Martina en aquel lugar.
— ¿Martina? —inquirió Janet—. No sabemos quién es, dígale que se marche.
— Yo si se quién es, mamá —secundó Dulce—. Pero no se a que ha venido. ¿Dijo algo más?
— No señora. Solo que le urge hablar con usted.
— Si la conoces, debes ir hija —añadió Carmencita. Dulce la miró con ternura.
Tiempo más tarde, Dulce se despojó del vestido que se estaba probando y acudió directo al recibidor. Espacio que designo para hablar con aquella recién llegada. De la cual le intrigaba mucho su presencia.
Al erguirse en el umbral, le sorprendió también advertir a otra mujer. Una señora, una mujer mayor. Desconocida para ella.
— Buenos días… ¿En qué puedo ayudarles? —expresó al llegar, siendo amable.
Martina quien miraba por un gran ventanal, le dirigió la atención, del mismo modo que su madre, que la escaneo de los pies a la cabeza. Dulce ya iba ataviada con un vestido conservador y escaso maquillaje. Los años no pasaban en ella, continuaba luciendo tan jovial como la vez que vivió en la hacienda. De eso se percato Martina, quien ya la conocía de sobra.
— Buen día… Disculpe que le molestemos, pero… necesito ver a Ricardo y sé que usted es la única que me puede informar donde esta —murmuro yendo al grano. Dulce entrecerró los ojos, desconfiada.
— A mí… a mi esposo —concluyó. Adjudicándole ya ese apelativo—. ¿Para qué quieres verlo? —averiguo celosa.
— Es importante que hable con él… necesito decirle algo que debe saber.