La felicidad, ese —Jajajajaja— consecutivo y estridente era agotador, en ocasiones generaba dolor de cabeza. Aunque contagioso una que otra vez, la alegría se encargaba de convertirlo en algo tedioso.
Mientras tanto, me agradaba la negación de la pereza, ese —Neeeeee…— constante y que se perdía en el aire. Le daba cierta gracia y despreocupación a la situación.
La exclamación del cansancio, aquel —Ufffffff— que es la recompensa del trabajo hecho. Gloria para algunos, desdicha para otros.
El suspiro. Ese es delatador, ese no tiene negación y es casi una forma de compromiso. Comienza con una inhalación profunda y termina con el —Ahhhhhhhh— satisfactorio de sacar la alegría del interior. Como un eructo, como una flatulencia.
El dilema es descubrir el origen de dicho suspiro. Por norma general, el suspirador prefiere mantenerlo en secreto, pero no hay secreto que dure toda la eternidad.
Lo insólito es descubrir que el origen de dicho suspiro puede desencadenar en la tristeza más aguda y dolorosa, que no necesariamente se presenta con lágrimas sino con un silencio sepulcral y contundente.
El dolor, pero el físico, ese que es rápido, momentáneo y que por fortuna se pasa rápido. Ese por lo general viene con potencia y exaltación, fiel reflejo de lo sorpresivo de la sensación. Se traduce en un madrazo, que le da esa magia, esa peculiaridad.
Y está el otro dolor… Ese que es constante, punzante, que carcome. Que se ubica adentro, muy adentro, en lugares nunca imaginados.
Ese es diferente, no es universal. Tiene muchas formas, posibilidades de ser asumido, confrontado, exteriorizado.
Ese es asunto de cada quien y es mejor dejarlo así. De este que se encarguen los expertos.