En la penumbra donde el dolor se asienta,
un corazón herido, su latido no se ausenta.
Cicatrices que cuentan historias de antaño,
susurros de amores que se fueron en un año.
Las lágrimas caen como lluvia en el suelo,
regando las raíces de un alma en duelo.
Pero en cada gota, una semilla se asoma,
la promesa de vida, la esperanza que se toma.
El invierno se marcha, dejando su frío,
y en el cálido abrazo del sol, renace el brío.
Flores que brotan en un jardín olvidado,
sus colores vibrantes, el amor renovado.
El eco del pasado ya no pesa en el pecho,
cada cicatriz es un recuerdo, un derecho.
De aprender a amarse, de volver a creer,
de que el corazón, aunque roto, puede renacer.
Así, en el silencio, se escucha un latido,
un canto de vida, un espíritu querido.
Porque el amor propio es el faro en la niebla,
y en la danza del tiempo, el alma se celebra.
Así florece el corazón, en su viaje eterno,
de las sombras a la luz, del dolor al tierno.
Y aunque la vida traiga tormentas y mareas,
siempre habrá un nuevo amanecer que nos rodea.