Había pasado tres meses del fallecimiento de mi querida tía Susan y del testamento inválido por parte de mi padre, un peligroso exconvicto.
Bien cierto era que mi tía en su último testamento —hacía seis meses atrás—, había acudido anteriormente al médico con la sospecha de un problema cerebral. Recuerdo que le costaba sujetar con firmeza la tela con la máquina de coser, el pincel de óleo o marcar las teclas del teléfono. También olvidarse de los nombres de sus clientes más fieles. Un tumor fue la causa mortal y algunas de las consecuencias que detallé se dieron la oportunidad a mi padre de denunciar la validez del último testamento. Y así la promesa de mi tía a entregarme su legado, fue intocable hasta que un juez me diera el favor.
Ese día de febrero era un viernes donde el sol conquistaba el cielo para estar ante la amenaza de tormentas de nieve propio de la época.
Como amante del café y el azúcar como mi amiga Daisy, acudíamos a cada nueva cafetería. Se decía que las mejores amigas se creaban desde la infancia o adolescencia; Daisy vino a mí ya adulta, hará un par de años mientras cursaba la carrera enfermería. Consiguió un puesto en una importante clínica a jornada completa y en cuanto al mío, lo dificultaba se dificultaba planear quedadas, o estas se acortaban o se limitaban a los fines de semana.
Daisy me sujetó del brazo con los ojos iluminados como estrellas.
—Quiero ese. Lo. Necesito. Ya —señaló por la última opción del cartel expuesto en el mostrador.
Arrugo mi ceño mirándola sin creerlo.
— ¿Vas a pedir un café con sirope de caramelo y nueces? ¿No odiabas el de caramelo?
Parpadeó y fingió pensar jugando con uno de sus rizos castaños a juego con los destacados ojos y sin decir su piel oscura como el ébano.
— ¿Cuándo dije eso?
— Hace dos semanas, en el parque de atracciones. Dijiste que era una aberración y reclamaste las cinco libras al pobre encargado.
Daisy se indignó conmigo y olvidaba rebajar la voz con tanto público. O puede que no, que le gustara ser el centro de atención, cosa que se acerca a más a su ser.
— ¡Eso no era sirope! ¡Era...! No sé qué era esa mierda, pero no era sirope. ¿No recuerdas que vomité en un gorro de algún payaso? Seguro que confundieron eso que llaman sirope con azúcar oxidado que ponen... Bueno, tú me entiendes.
Me encogí de risa. Era ver el cuerpo de una mujer bien equipada de curvas, pero por dentro rebosaba de vida el de una niña alegre.
— Dios, cállate, ya me has quitado el hambre de recordar el olor de tu bilis.
Tardamos quince minutos en tener los cafés en mano y otros cinco en tener una mesa para nosotras. El Sol se había ocultado que llevó a un descenso de temperatura que la gente del exterior se refugió en el establecimiento.
— Bueno... No está tan mal —removió la tira de plástico sobre el café con una mueca de labios y atisbó el mío con deseo—. ¿Me dejas probar el tuyo?
Abracé mi café protegiéndolo de su vista y garras.
— Ni de broma que me dejas sin nada.
—Me duele que no te fíes de mí —Usó ese tonito dramático tan de ella.
— Tengo la suerte de que te conozco bien —Bebí un sorbo de mi café sin apartar la mirada, vigilando desconfiada.
— Seguro que a ese tal... —Volcó sus ojos al techo pensativa—. ¿Max? ¿Murray?
— Malkolm —respondí antes que nombrará todos los posibles nombres con la primera letra.
Y con esa mención, me di cuenta tarde que Daisy estaba por comenzar una conversación sobre él.
—Eso —Señaló con un dedo airado—. A él seguro que dejarías probar del café.
— Él no me roba el café ni me soborna.
— Pero sí le dejarías probar otras cosas, eh, pillina... —Se burló, pero al comprender mi falta de humor, preguntó—: ¿Qué? ¿Y esa cara?
Odiaba repetirlo a cada persona o vecino que me preguntaba y más en su compañía. Y era evidente que Malkolm era atractivo y si yo misma lo viera a solas con otra chica lo pensaría. Daisy no lo conocía en persona y a pesar del tiempo y sin ninguna razón que lo explicará, no me agradaba que pasará.
— Vuelvo a decirte que no hay nada entre él y yo —contesté tras un suspiro mezcla de cansancio e irritabilidad.
— ¿Todavía no? Pero si han pasado meses. Y recuerdo que dijiste ayer que no salías conmigo por la noche porque quedaste con él.
— Sí, ¿y? —Inquirí desinteresada; me desquité la bufanda que aparté en la mesa y tomé un largo sorbo del café.
Por la mirada de Daisy, deseaba darme el mayor bofetón.
— No tengo muchos amigos hombres, pero sí sentido común y me suena que una cena, los dos, solitos y arrimados, es una cita. Cita —Enfatizó con gusto.
Negué a la conjura.
— Él sabe que no quiero nada. Además, la otra vez fui con él al museo y no pasó nada. Nada —Hago remarcar también.
Salvo miradas sospechosas y alguna que otra frase cursi, pero no quería darle esa satisfacción de saberlo. No quería replantearme que el momento de aclarar nuestra relación de amistad antes de que hubiera un malentendido. Pero había un problema: era una cobarde.
— Tú espera y verás —Bebió del café y se formó una mueca de asco—. Pobrecito, vaya chasco se llevará si te pide salir.
Miré pensativa el vaso vacío. Algo decepcionada sí y un látigo de acero que ataba, asfixiaba mi corazón.
Y al ver que no estaba por hablar, que comprendió mi decaída emocional, agregó buscando mi mano aferrada al vaso:
— Sarah, ¿no ves que el pasado te impide seguir adelante?
Y una vez más, no contesté, porque tenía razón.
Era muy cobarde o muy masoquista.
O las dos cosas.
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El conjunto formal se compuso por una falda gris de campana, sobre un jersey básico negro a juego con medias para una noche fría y sin compromiso.
En el baño insistía con el peine en separar las puntas del cabello y me volví al espejo para guiarme en el secado; la luz de las bombillas cegadoras se confundía con un rojo sangre. Anclé la traba de lazo dejando ese medio recogido tan de mí y solté un par de mechones por mis sienes.
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Editado: 12.03.2021