El costado de mi mano resbalaba por el papel junto al lápiz garapeando. Cuando terminaba la anotación, lo partía, intentando no alcanzar las letras. Luego, lo usaba como un marcapáginas en el tema que me interesaba releer del libro. Me dolía malgastar las carísimas hojas de mi blog y las minas de mis lápices, pero no encontraba otro recurso que me ofreciera la habitación.
De vez en cuando, mi vista se dirigía a la tele, luego al reloj y devuelta a la lectura.
Había avanzado en el libro, pero no encontraba ninguna referencia relacionada sobre aquellos extraños árboles. Así que, si no encontraba lo que buscaba, esperaría por el nuevo ordenador de Malkolm, aunque tenga su constante atención como norma de usar su espacio de trabajo.
La puerta resonó y casi me caí de espaldas en la silla del susto del encierro en mi burbuja. Empecé a guardar las cosas a gran rapidez. Supliqué por no ver la cara de Malkolm cuando lo abriera. Toda presión se esfumó en un soplido. Allí Blaire sostenía una montaña de ropa perfumada de lavanda.
— No te preocupes, yo me encargo —Me ofrecí sin darle oportunidad de acceder a la habitación—. Gracias, Blaire.
La empleada retomó el camino al pasillo tras despedirse con una sonrisa cerrada.
Me dirigí al baño a dejar las toallas; incliné mis rodillas y abrí los roperillos a dejarlas guardadas hasta su uso. Levanté mi vista y me topé con mi imagen ante el espejo.
«Podría estar peor» pensaba y me analicé a fondo, palpando mi cara, juzgando.
Y es que, apreciaba más redondez en mis líneas faciales, más brillo en mi tez y los labios rojos como si me inyectara una tinta permanente. No había ojeras, al menos no unas tan marcadas síntomas del insomnio.
¿No era un mito eso de embellecer en el embarazo?
Olvidé mi reflejo, y me concentré en la pieza doblada en la cima de otras. El secado con calor le concedió una suavidad exquisita a la tela vaquera. La extendí en alto. Sentí mi boca seca, de recordar mi visión: las hebillas plateadas que sujetaban la parte delantera, que tiraban levemente al flexionar las piernas y los pantalones estrechos, mojados y sucios donde cubría las rodillas.
Y de nuevo, otra llamada —esta vez del teléfono—, interrumpió mis pensamientos.
Aguardé a que se silenciara pues de seguro que la llamada se dirigía a Malkolm. Terminó el agudo sonido y suspiré agradecida. Me dirigí a la mesa con el peto colgando de mi antebrazo. Cuando volvió a sonar, esta vez no pude soportarlo más que lo mandé al infierno. Cogí el mango con dureza.
— ¿Qué? —Mi tono demostró fielmente lo irritada que me encontraba.
— ¿Estabas... ocupada? —Inquirió el señor de la casa indicando algo indiscutible y privado.
— No, eh... —Me atraganté, respiré y rápidamente pregunté curiosa—: ¿Desde dónde llamas?
— Desde el despacho —Resopló, más se unió un sonido como cuero forrado que lo aseguró.
— Oh, desde tu espacio privado y pecaminoso —Saqué ese pequeño lado sarcástico. Era un intento de evitar que se notara mi nerviosismo a través de mi voz.
Su carcajada trémula fue como esa entonación que nunca me cansaría de escuchar.
— ¿Podrías acompañarme en la cena?
Mi corazón respondió asertivo a la invitación, pero miré la tele que en ese momento que producía un anuncio de seguros y después al reloj. Había perdido las esperanzas tras ver dos telediarios y terminar con en el tiempo que no dejó ningún dato de cuándo caería luna llena. Podía intuir si miraba al cielo más no pudo ser. Las nubes negras, propias de una tormenta, habían cubierto el cielo durante toda la tarde impidiendo ver un atisbo claro de la luna y parecían que no estaban dispuestas a irse pronto.
— ¿Sarah? —Me llamó tras mi absorto silencio.
«Da igual, Sarah. Ve. O se preocupará.»
— Sí, vale.
— Te espero en el comedor en quince minutos.
Cuando colgamos sentí esa contracción en mi pecho.
Esa angustia por contárselo.
Pero nada me aseguraba que compartiría mi idea. Malkolm podría ser tierno y un confidente aliado pero recordaba el día que nos sumergimos en aquel bosque y me encontró desorientada después de avisar las consecuencias. No volvería a dejarme ir. Cuando se trataba de mi seguridad, era otro hombre.

⚜️ ⚜️ ⚜️
El eco en esa ala hacia el comedor mientras las figuras humanoides de mármol me espiaban detrás es tan monótono que apenas me inmutaba. Me había cambiado el vestido de cuadros, a uno de invierno, liso de color a uvas moradas, sin detalles, que no fueran los tres botones que cerraban mi escote y sin un volumen de falda. También usé medias semioscuras e hilo grueso perfectas para proteger mis piernas de la fría noche que parecía intentar colarse en el interior de la mansión.
Una de las compuertas del comedor estaba entreabierta dejando liberar un halo de luz.
Malkolm estaba delante de un ventanal con la mirada perdida hacia el jardín, con una copa de vino que cargaba sus dedos alrededor del cáliz de forma modesta, dejada, que en cualquier momento resbalará y se haría trizas. Cuando se giró tras saludarlo con una voz inaudible, me lanzó una sonrisa y valoró a su tiempo mi aspecto y yo el suyo, pero en una rápida pasada: Ya no tenía ese conjunto que usaba para trabajar en los establos, vestía tal como solía: camisa, pero color celeste y pantalones de lana oscuros.
— Luces bien con ese vestido —Alabó, tomando un sorbo del vino.
Entre mis dedos jugaba con la costura de la falda.
— Gracias.
Avancé acortar la distancia como él. Me sorprendió su abrazo, pues estaba dispuesta a darle un beso en la mejilla como saludo. Cuando se separó, trazó mi quijada y se inclinó a besarme. El sabor y olor dulzón a vino estaba presente en su boca, experta en hacerme suspirar. Una seducción en un beso tan corto.
— Pensé que rechazarías cenar conmigo por tu enfado.
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Editado: 12.03.2021