Hacía bastantes noches que no dormía, o dormía pocas horas. Comía lo necesario, al contrario que el grupo de viajeros que lo escoltaban. Salía a transformarse cuando su animal interior le obligaba a la fuerza. Malkolm detestaba los viajes. Alteraba sus hábitos, el sentimiento de seguridad era casi inexistente, y, sobre todo, alejaba la compañía de su pareja.
Algunos dormían en tiendas, otros a la cercanía de las hogueras y los pocos despiertos, hacían la guardia. Se alejó del centro social, uniéndose a la oscuridad del bosque. No a correr o cazar.
A esperar.
Cerca, halló unas ruinas de una choza campesina. Se adentró entre los escombros y acarició una de las paredes en pie. Miró hacia arriba, sin un techo que lo cubriera.
Malkolm la sintió, como la caricia gélida de un dedo contando los huesos de su columna encorvada. Sin embargo, cambió el impacto de su presencia al estar a escasos metros; ahora la sintió cálida y atrayente como la luz de una vela. La diosa era la representación del cambio basado en el mundo natural. Era el principio de las cosas y el final de estas. La esperanza y la muerte. El paso decisivo que pone en juego cada historia, aliento y deseo.
El frú frú intencionado por su inmaculado vestido incitó la curiosidad de su mirada, volviéndose a ella.
—¿Cómo resultó tu plan? —inquirió la diosa Daiah.
La miró fijamente, pues ella conocía los espejismos de su mente, pero no podía atravesarlos del todo. Llegó a suponer una idea perversa. Un segundo bastó para tenerla frente a él en un mágico traslado. Le sujetó la barbilla inclinando su nuca hacia delante. Sus dedos eran delicados como tallos de flores, pero demostraban lo contrario fuera de la apariencia; le dolía el hueso de la mandíbula de su fuerza. Los iris de sus ojos eran como pulidas piedras de obsidiana, oscuras y brillantes.
—Fue suficiente cuando te permití matar a tu último rey por capricho tuyo y arriesgando la estabilidad de este reino —dijo con su voz de seda, pero quien podría llevar La Dama de la Muerte.
Malkolm tenía un gran secreto que sólo compartía con la diosa, pues incluso fue ella quién lo creó. Creó una bestia superior a la suya de nacimiento. Tan poderosa que podría matar a un dios.
Y lo había probado muchas veces.
Para proteger a su diosa tal como juró con su sangre.
—No he matado a la reina. A nadie. —aclaró con severidad, acostumbrado a sus amenazas y su faceta maligna—. No usé mi poder. Y no me ha concedido nada. Mi plan fracasó.
La diosa quiso asegurarse que no había artimaña en sus palabras manteniendo su agresivo agarre mientras lo estudiaba.
Le soltó suavemente. Malkolm tragó con dificultad y se acarició la zona maltratada.
—Desconfío porque no te enseñé a controlarte del todo.
—Si uso el poder de la bestia es para protegeros, pero también lo haré por Sarah y mi hijo.
—Yo estaré ahí para hacer el trabajo de protegerlos. No te preocupes.
No podía aceptarlo. Estaba en su naturaleza proteger a los suyos.
—Es mi deber, diosa —rebatió.
Una ráfaga sacudió las copas de los árboles y observó que la diosa tenía las manos encendidas de fuego.
—Tu deber es cumplir conmigo. Y lo primero, es seguir mi consejo de dejar a Sarah a seguir su camino en paz.
El "consejo" era una orden.
Malkolm se contuvo de protestar. Si lo hacía de nuevo, estaba seguro que una llama de fuego lo alcanzaría. Bajó su cabeza fingiendo asimilar su papel. Sus manos se apagaron como luces sin batería. No hubo viento. El aire quedó tan escalofriantemente quieto como antes.
—El amor te puede volver vulnerable como la sangre que reclama una bestia —Le recordó.
Malkolm le costó confirmarlo. Cerró los ojos con fuerza.
—Lo sé —murmuró, pero no con honestidad sino inseguridad.
Lo volvió a tocar en su faz, pero sin ánimo de dañar. Lo acarició invitando a mirarla.
—Te atesoro bastante, Malkolm, aunque lo dudes muchas veces —Malkolm torció la boca dudando de su cariño pronunciado. Daiah, en lo insólito, dejó pasar la ofensa y sonrió dulcemente—. Y te lo demostraré: ¿Quieres ver a Sarah?
Si su corazón pudiera gritar en respuesta, estaría sordo y todos a su alrededor. Claro que la quería ver. A todas horas y en sus sueños.
—¿Vas a llevarme hasta ella?
—Solo puedo proyectarte.
Podía verla, pero no tocarla.
Enlazó su muñeca. El aroma del bosque desapareció como la noche de ésta en un arrebatador poder eléctrico.
Por un momento, contempló la nada.

Sarah estaba dormida como era de esperarse, pero no en la cama: su cabeza recostada en la superficie de la mesa. Bajo sus brazos cruzados, había papeles trazados por el lápiz de carbón aún sujeto entre sus dedos.
Ya estaba acostumbrado a quedarse embelesado por Sarah, al despertar junto a ella, cuando se servía la comida, apartaba sus mechones castaños-rojizos cuando intentaba concentrarse, cuando se retorcía de placer dentro de ella...
Malkolm estaba loco por Sarah desde que el primer contacto de miradas.
Dioses, era capaz de matar por ella y lo haría con gusto.
¿Sonaba enfermo? Sí.
Él tenía asumido que nunca estuvo cuerdo lejos de lo que quería mostrar frente al público.
Y a destacar, su amor no era de un hombre mortal, era como era: de un inmortal cambiaforma a su compañera destinada. La única que le llenaría. Algunos decían que era más una maldición que bendición. Él estaba hecho para vivir ambas cosas, por ello, no le importaba las consecuencias.
Se decepcionó al ver su mano traspasando el cuerpo femenino como si fuera un fantasma. Al menos podía verla. Y faltaba unos días para encontrarse en persona y abrazarla. Buscó a Daiah con la mirada para darle las gracias. Ella asintió casi desinteresada. Suspiró profundamente. Malkolm fue testigo, una vez más, de su transmisión física. Las flores de brezo que la coronaban perecieron lentamente, y a continuación, las hojas de hiedra entre sus cabellos. Se hacían cenizas antes de tocar superficie mientras volvían a nacer nuevos brotes y flores. Era como pasar del invierno a la primavera.
#490 en Fantasía
#325 en Personajes sobrenaturales
#2381 en Novela romántica
dioses romance fantasia, embarazo amor sexo, hombres lobo humanos guerra romance
Editado: 12.03.2021