Preparar las cosas para irme no fue difícil de ocultar, eso es una ventaja de vivir con personas que no te prestan atención, que nunca vienen a revisar que estás haciendo. La noche de la pelea con mi madre, me la pasé haciendo una lista de las cosas que me llevaría: Ropa, dinero, medicinas, comida… Lo típico.
Cuando me levanté ese día, empaqué todo, también metí algunos recuerdos, como fotos o accesorios en una mochila de color negro y verde menta que me dio mi madre, que anteriormente había sido suya, pero como Henry decía que las acampadas eran muy cutres, no la necesitó más y me la dio a mí. Decidí dejar el móvil en casa, por si querían rastrearme o algo.
Cuando terminé, conté todo el dinero que tenía, cien dólares, más otros cien que robaría a Henry, sí, me bastaba con eso, lo guardé todo en una bolsa impermeable y lo metí en un bolsillo en el interior de mi mochila.
Dejé la mochila a un lado y me senté en mi cama. Por fin podría ser libre, sin embargo, pensé en mi hermana, la echaría muchísimo de menos, pero era lo mejor, si yo no sufría, ella tampoco.
Decidí hacerle una nota, diciéndole lo mucho que lo sentía y lo mucho que la quería y como recuerdo, dejarle uno de mis collares favoritos, así yo tendría la pulsera que ella me había hecho y ella mi collar.
Ese día lo pasé solo con ella, la llevé al parque, a comer helado… Por la noche no pude dormir apenas, en el último momento metí algunos objetos para defenderme, por si las moscas, un spray pimienta y un cuchillo dorando que mamá tenía guardado en el fondo de un armario, siempre quise probarlo y vi mi oportunidad para llevármelo, aunque dudaba que utilizase alguna de esas cosas, pero siempre es mejor prevenir que curar, ¿no?
Llegaron las seis de la mañana, la hora en la que tenía que partir. No voy a mentir, estaba nerviosa, muy nerviosa. Me levanté de mi cama, intentando hacer el mínimo ruido posible y me vestí con una camiseta de tirantes de color gris y unos shorts azul marino. Me hice una trenza y salí de mi habitación, dejándola ordenada, como si nadie hubiera estado ahí jamás.
Fui a la habitación de Charlotte, dejándole la nota y el collar en su mesita de noche, que era iluminada por una lamparita que cubría un papel para que su luz diera formas de estrellas y lunas. Le di un suave beso en la frente y me fui, bajando las escaleras hacia mi puerta, antes de irme eché un vistazo al sitio que alguna vez consideré mi hogar hace muchos años.
(. . .)
Estuve unas horas caminando hasta que el sol empezó a picar demasiado y me detuve en una parada de autobús, mirando las líneas, vi que el autobús hasta Derby, no pasaba hasta dentro de 4 horas.
“Pues a caminar más” Me dije para mis adentros.
Pasaron tres horas hasta que vi un cartel que decía “Bienvenidos a Derby”. Mire la hora, las doce del mediodía, había estado caminando durante cinco horas y media, mi cuerpo reclamaba descansar, así que me senté en un banco y bebí algo de agua. Entonces vi en una parada de autobús que tenía en diagonal, que en un par de minutos pasaría uno hasta Cheyenne. Me levanté y crucé la calle como si fuera yo aquí inmortal. Me senté a esperar, unos segundos más tarde, una anciana se sentó a mi lado. Rozaría los sesenta y cinco años, tenía el pelo blanco, lleno de canas y recogido a un moño, ella me sonrió y le devolví la sonrisa.
–¿A dónde vas niña?- me preguntó después de unos segundos de silencio.
–Ah, a Montana.
–Un poco lejos, ¿no crees?
–Ya… Me enviaron para allá.-dije no muy convencida, en parte era cierto, pero era mi decisión ir o no.
–¿Quién te envía?- La anciana ahora me miraba directamente a los ojos, no lo podía ver por los lentes de sol que llevaba, pero sentía su mirada clavada en la mía. Otra cosa extraña que noté de esa señora era el abrigo de cuero que llevaba puesto, no me hubiera extrañado de no ser por qué estábamos a unos treinta y tantos grados.
Dudé un momento antes de responderle.
–No lo sé.
Entonces ella esbozó una sonrisa, que era de todo menos de amabilidad.
–Oh, yo sí lo sé…
Eso me dejó confundida, estuve a punto de preguntar cuándo mi autobús llegó.
–Tu autobús, querida.-me dijo la anciana con esa sonrisa que hacía que mi cuerpo se estremeciera por alguna razón.
–Sí…
Cogí mi mochila y me metí en el interior del autobús, sentándome en la fila del fondo, mi pecho subía y bajaba rápidamente.
“Solo es una señora vieja, Dalia, no te preocupes, es solo una señora, nada más” Me decía a mí misma, aunque no conseguí calmarme. No sé en qué momento del viaje me quedé dormida. Esa vez tuve una nueva pesadilla.
Estaba en un barco, no había nadie, solo yo, o eso creía, hasta que escuche los gritos de una niña, me giré, y me asomé a la borda, para confirmar que en el agua del mar, se encontraba una niña de unos seis, siete años, tratando de nadar a la superficie. En lo alto del barco, otra chica, de unos trece años, le gritaba a la niña que luchaba por no hundirse.
–Sadie!!! Sadie ayúdame!!!-le gritaba la niña del agua. No quería mirar, sabía como acabaría eso, quería gritarle que no lo hiciera, pero, ni podía, ni me sentía capaz de hacerlo, solo aparte la mirada en el momento que la chica mayor saltó por la borda.
Me desperté de golpe, respiraba agitadamente.
–Estás bien?-Me preguntó un chico que se había sentado a mi lado en algún momento del viaje. Yo asentí.- Es que te he oído murmurar en sueños, no parecía un sueño muy agradable…–me dijo él con lástima.
–No, no lo era…–Le respondí. Entonces lo miré más detalladamente. Era un chico que sería dos años mayor que yo, tenía la piel muy bronceada, como si acabase de venir de tomar el sol durante horas, y el pelo rizado, negro y algo largo y alborotado y unos ojos oscuros que me recordaban a los de Leah. Vestía unos vaqueros cortos y una camiseta blanca. Noté que tenía acento colombiano mientras hablaba.