En la fría esencia de lo Azul hallarás el hielo indestructible que libera del dolor y la esclavitud. Si mas dentro de tu corazón al dolor congelases, entonces vieses el Símbolo que los eternos y helados espejos glaciares reflejan para tu Espíritu. Debes entender la azul y helada naturaleza del agua que ya no solo siembra vida, sino también la eternidad de piedra. Será y lo verás, tu corazón el reflejo azul del Símbolo verá en los glaciares del Espíritu...
Rowena de Suabia, Epicus Tabula
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Los años pasaron, y también mi vida. Treinta rosas más una, todas escarlatas y con púas de trinchera en vez de espinas de tallo. La Obertura 1812 de Piotr Ilich Tchaikovsky suena entre las paredes de mi habitación mientras deambulo entre mis recuerdos. Tchaikovsky me habla de revoluciones y yo me pincho con las treinta rosas más una. Cada una representa un día del mes de noviembre del 2005, más un día adicional. En treinta días y uno extra, mi vida sufrió una insurrección digna de proyectarse sobre la Obertura 1812. Un ruso, ¡cierto!, Tchaikovsky era ruso al igual que Vladimir Nabokov y Serguéi Eisenstein; un músico, un escritor y un cineasta, respectivamente. Se labran las palabras sobre los surcos híbridos de mi mente, cada una sale adornada de una rosa y se desliza por ranuras que jamás quise tener. Pareciera que mi eje carismático se condenó a sí mismo a exhibir un anhelo teatral por Rusia; por el Palacio de San Petersburgo, el Kremlin de Moscú y las cascadas de Soschi; por las dachas a orillas del Volga, las coníferas de Siberia y los puertos de Vladivostok. ¿No es acaso la más paranoide paradoja jamás concebida? Un boliviano hibridado al estilo francés con nostalgia de Rusia, Napoleón se querría cortar un testículo si me leyera; ¡bah!, a ese masón le haría masticar agua de tenerlo en frente, era malo para pelear a puño limpio. ¡Al carajo con Josefina y María Luisa!
Recuerdo aquel día como si fuera ayer, un 14 de noviembre de 2005. Yo estaba aturdido luego de un largo mes de decepciones y dolores profundos. Ser un solitario muchacho de 19 años sin esperanza alguna de conocer el sexo ni el amor es muy abrumador, por muy ridículo y absurdo que eso suene. Salía de mis clases; ¿clases?, sí, primer año de Comunicación Social en la Universidad San Francisco de Asís. El día fue un poco pesado, me tocó llevar la cátedra de Teoría de la Comunicación I. Había expuesto el esquema de la Comunicación Lineal de Harold Laswel. Mi mochila estaba atosigada de libros, películas, CD's de música, etc. Vladimir Nabokov me contaba historias enfermizas en su libro "Lolita". Serguéi Eisenstein y su "Acorazado Potemkin" me acompañaban en un DVD, me gusta mucho esa película a pesar de ser muda y constituir una pieza de propaganda comunista (putos comunistas, cagaron a Rusia). Mi walkman hacía retumbar mis tímpanos al ritmo de Tchaikovsky. Obertura 1812, apasionante. Invoqué a tantos rusos ese día que el karma había decidido recompensar mis dadaístas esfuerzos con algo de noticias relacionadas a una súbdita rusa que me esforzaba por olvidar.
Fui al colegio del que me gradué, el Instituto Americano, para visitar a mis antiguos maestros de música (como olvidar a Waldo y Cipriano Rodriguez, los mejores maestros de música que conocí). Me presté un piano para practicar algunas canciones que debía tocar con mi banda: "Forever Love" de X Japan y "Proshtie ya lyubov" de Fabrika. Al cansarme de esos temas empecé a tocar el último movimiento de la obra "El Lago de los Cisnes". En mi vida solo oí a una pianista que tocaba la obra como debía ser tocada. Recordé a Diana, su belleza, su talento, la admiración que le tenía hace tanto tiempo.
Es conveniente mencionar que no me gradué con Rodrigo y los demás. Luego del tremendo problema de Carnavales, en 1999, me retiré del colegio. Había una razón simple: sufría demasiado allí. Así que expandí mi vela, giré el timón y cambié de puerto. Juré no volver a hablar con Rodrigo y sus amigos, ni con Alan, ni Sergio, ni con nadie de aquel colegio. La mayoría de mis recuerdos de aquel lugar eran demasiado amargos para conservarlos. Mi presente apestaba, no preguntes porqué, y mi único anhelo era salir de allí. ¿Sabes cuál era mi gran dolor?, no, claro que no, esa pregunta, aunque retórica, es totalmente estúpida, yo soy un estúpido. En fin, mi gran dolor es que, como muchos, yo también estaba enamorado de Diana, pero ella tenía a quien amar y yo no tenía la menor esperanza con ella, con nadie. A mis 19 era un muchacho abandonado de toda ilusión, castrado, andropáusico y obsesionado con el celibato involuntario (como la mayoría). Lo era incluso antes y por eso me fui, pero creo que no me alejé lo bastante, tarde me di cuenta.
Tocaba con tranquilidad, sí, la música. Aprendí a tocar piano únicamente para poder estar a la altura de Diana y Rodrigo, vaya intento patético. Me fui sin ella, pero me quedé con el piano y la música; es un placebo de mucho lujo. De repente, la puerta se abrió. Habría jurado que era mi maestro de música, seguí tocando. Terminé mi interpretación y luego volteé para preguntar a mi profesor su opinión de mi técnica, quizá esperando algún cumplido que consuele mi atormentado ego y apacigüe el patetismo de mi amor propio. La persona no era mi profesor.
Me pregunto qué cara habré puesto en ese momento, porqué en mi interior había un holocausto de proporciones bíblicas. Sus enormes ojos negros escrutaban todos los rincones de mi ser. Dos ópalos gélidos, incandescentes de fuego frío. Me perdí en esas gemas maravillosas. Noches de Egipto, el Nilo, Isis, los Faraones, los juramentos, la arena infinita. Ojos de halcón etéreo, creado por un alquimista de antimateria, dedicado a generar la fascinación de los mortales. Con mucho esfuerzo pude librarme del embrujo de su mirada, pero cuando mi retina abrió su ángulo de visión me encontré con un rostro tan fascinante como los ojos a los que pertenecía. Piel blanca, cabellera oscura, labios perfectos, deseables, irresistiblemente entreabiertos. Posiblemente, si hubiera bajado más la mirada habría tenido la erección más fértil de mi vida.
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Editado: 22.05.2022