Hoy es domingo 23 de mayo y me puse a reflexionar sobre las muchas cosas que pasaron hasta ahora. A veces las personas hacen cosas horribles que no tienen solución. Incluso hay momentos en que el hogar se convierte en el peor lugar para estar. En ocasiones no hay dónde esconderse y uno busca algún consuelo, algo de protección. Yo no tengo que esconderme, ya no tengo miedo, pero me arden las entrañas cuando veo a los que amo sufrir.
Era lunes por la tarde, las clases fueron mortalmente aburridas. Me dispuse a quedarme en casa a ensayar mi digitación; al menos no dejaron tareas, de modo que quería practicar para subir mi nivel en el piano. Entonces, una llamada telefónica interrumpió mi ensayo.
—Hola, ¿quién habla? —respondí.
—Rodri, soy yo —era Jhoanna— bajá a la casa, porfa —se oía alarmada, asustada y distante.
—Sí, pero, ¿pasó algo?
—Tú solo vení, es la Diana.
—¡Voy ahora mismo a tu casa! —colgué y me alisté tan rápido como pude, le pedí algo de dinero a mi abuelo y salí disparado.
Me asusté mucho, Joisy se oía muy mal y tenía la terrible sensación que algo muy grave había ocurrido. Me bajé en la esquina de la Avenida del Ejército y Díaz Romero, subí la arteria corriendo. Desde la calle podía oír gritos que venían de la casa de Diana. Jhoanna estaba en la puerta, llorosa y con los brazos rodeando su cuerpo.
—Joisy, ¿estás bien? ¿Qué pasó? —pregunté muy alarmado.
—Están peleando de nuevo —dijo con la mirada en el vacío.
—¿Quiénes están pelando?
—Mamá y papá.
—Ay hermanita, no te desesperes. Lo llamé al Oscar, llegará ahorita. ¿Dónde está la Diana?
—En su cuarto, llevátela de aquí por favor —dijo y luego se perdió en sus propios pensamientos. Le acaricié el rostro suavemente y le hablé con tranquilidad.
—Descuida, pase lo que pase, todo saldrá bien. No las abandonaremos jamás —le di un beso en la frente— ya estamos aquí.
—Lo sé —sonrió un poco—, ahora ve, que mi hermana te necesita.
Caminé por el pasillo sin hacer el mínimo ruido, los padres de Joisy estaban peleando a gritos en la sala y se decían cosas muy horribles, incluso se acusaban de infidelidades. Toqué la puerta del cuarto de Diana, no la abrió.
—Diana, soy yo, Rodrigo, abre por favor —la chapa hizo un ruidito. Por un segundo dudé en continuar, pero me armé de valor y abrí la puerta.
La habitación era un desastre, todo estaba desordenado. Diana yacía tirada sobre su cama, rota en un amargo llanto, jamás la había visto llorar así.
—¡Por Dios Diana, qué está pasando aquí! —pregunté asustado.
—Es mi culpa —dijo con la voz casi ahogada, cuando me acerqué, noté que la polera blanca de Diana tenía unas líneas rojizas encima.
—Di... Diana... tu espalda —ella no dijo nada, seguía llorando boca abajo.
Lentamente levanté un poco su polera. Sentí mareos al ver su piel, su espalda estaba horriblemente maltratada, toda llena de cinturonazos que le habían sacado sangre y mancharon incluso su brasier. Me tapé la boca para no gritar de horror.
—Mi papá me gritó por lo del modelaje, me dijo que no quiere ni saber que me saquen fotos, mi mamá me defendió y empezaron a pelear —estaba a punto de entrar en histeria, a punto de asesinar al padre de Diana, claro, si pudiera.
Respiré profundamente para calmar mis ansias asesinas, mi sed de sangre y venganza. Me recosté sobre la cama y la abracé suavemente por la cintura, donde no estaba herida.
—Mi princesa, no temas. Yo estoy aquí y no dejaré que nadie te lastime de nuevo. Lo juro —en silencio total, y sin que Diana me vea, empecé a llorar tratando de ahogar la impotencia que sentía.
Oímos la pelea durante media hora más hasta la llegada de Oscar quien subió acompañado de Jhoanna a la habitación de Diana. Ella no dejaba de llorar. Mi mamá llegó un poco más tarde para apaciguar las cosas, pero el papá de Diana parecía estar poseído, no hacía caso de lo que mi madre le decía. Mamá subió al dormitorio de Diana y decidimos llevárnosla a mi casa. Sin embargo, cuando pasamos por el pasillo, su padre nos cerró el paso.
—¡A dónde creen que se llevan a mis hijas! —nos increpó alterado, rojo de furia. No podía soportarlo más. Me paré frente al enorme hombre, desafiante, y lo miré de frente.
—A donde no escuchen tus gritos... tío —mascullé lleno de ira. Nadie se atrevía a intervenir el encuentro.
—¿Quién te has creído que eres para hablarme así, mocoso altanero?
—Un hombre de verdad y no un cobarde que pega mujeres —el hombre levantó el brazo a punto de golpearme con el puño cerrado, yo levanté la guardia, sin temor, dispuesto a pelear, deseoso de matarlo, de beber su sangre.
—¡Orlando, si tocas a mi hijo juro que te haré meter en prisión! —lo enfrentó mi madre. El hombre se detuvo— ¡Rodrigo, basta, vamos a la casa ahorita!
—Bien gallito me saliste —me dijo el padre de Diana, mascullando.
—No te tengo miedo —respondí, provocante.
—¡Basta Rodrigo, sal ya! —ordenó mi madre.
—¡Eugenia!, si mis hijas salen de la propiedad te acusaré por secuestro de menores —increpó mi adversario a mamá.
—Hazlo y te demandaremos por violencia familiar. ¿Perderías tu flamante carrera militar por una pelea doméstica, Orlando?
El hombre pareció reflexionar unos segundos y se retiró sin mediar palabra. Aprovechamos ese momento para dejar la casa. La madre de Diana estaba en un mar de lágrimas, abrazando a Jhoanna sin dejar de temblar y pidiendo disculpas a todos por el desagradable momento. El estrés finalmente me ganó en el taxi y sufrí un ataque de llanto, lloraba de impotencia, mi primo me abrazaba.
Recuerdo con amargura las feroces peleas que sostenían los padres de mi Lady Di. Peleaban como verdaderos enemigos, jamás pudieron vivir juntos, razón por la que el papá de Diana prefería irse destinado a cualquier confín del país antes de tener que vivir con su esposa.
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Editado: 22.05.2022