Era casi medio día en la Iglesia de Santo Domingo. Un hombre estaba descargando su equipaje de un taxi. El sujeto vestía camisa y pantalones claros, llevando el alzacuello que lo identificaba como un sacerdote católico. Su cuerpo entero estaba cubierto con una larga gabardina blanca, dándole un porte imponente a un hombre que no necesitaba más aditamentos para inspirar respeto. Sus ojos se escondían tras unas redondeadas gafas que le daban un aire enigmático. Su altura, de casi dos metros, y su porte, loaban la autoridad que su sola presencia inspiraba. No era boliviano ni sudamericano, sino europeo y algo más.
Dos monjes salieron de la iglesia para dar la bienvenida al recién llegado. Ambos vestían hábitos y lucían muy nerviosos. Uno era mayor, alto y de cejas espesas, con el cabello blanco y escaso. El otro era más joven, de piel y facciones duras como las de un hombre del altiplano.
—La paz del señor sea con usted, hermano —saludó el mayor de ambos.
—Y con vuestro espíritu —respondió, mirándolos de reojo.
—Lo estábamos esperando —dijo el más joven—. Por favor, pase, pase —y tomó sus maletas.
Los hombres entraron a la capilla y caminaron hasta la oficina. El mayor se presentó:
—Soy el Fraile Bernardo Clementi —y señaló al joven—: Él es el hermano Javier Azurita.
—Est un plaisir —respondió el huésped—. Soy Aldrick Du Ruelant, me envió su Santidad. Ambos saben la razón de mi llegada.
—Estamos al tanto, hermano —replicó Bernardo Clementi—. Las noticias han llegado pronto.
—¿Y la situación? —consultó Aldrick.
—Los elegidos han sido conducidos a Erks por el Camino de los Dioses —respondió Javier.
—Entonces mi larga jornada no culmina aquí —afirmó Du Ruelant, sonriendo—. Debo partir cuanto antes a la Ciudadela de Erks.
—Claro —dijo Bernardo—, pero debemos pedirle discreción. Nuestra posición es delicada.
—No se angustien, seré cauto —replicó Aldrick.
—Hemos preparado un transporte —dijo Javier—. Lo llevarán hasta el campamento de la entrada de Erks. Rowena Von Kaisser y Qhawaq Yupanki ya estarán esperándolo en la ciudadela.
—Les agradezco, pero preferiría ir por mi cuenta —dijo Aldrick—. Deben saber que nuestros aliados en Roma no nos han abandonado a nuestra suerte con una tarea tan difícil. Hay refuerzos en camino que vienen de todas partes. Llegarán poco a poco, sed pacientes.
—Son grandes noticias, hermano —replicó Bernardo—. Estaremos atentos.
Acompañaron a Aldrick a la puerta, éste preparaba su mente para el viaje.
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Este mundo es un campo enemigo para un Nocturno. El sol que nos iluminaba desde Roma se ha ido cegando bajo la fuerza de su propio brillo. Ahora ya no se trata de si la Iglesia tiene o no algún poder moral o ético sobre el pueblo, que ejemplos del diablo los hay vestidos con la misma sotana que yo; la cuestión ahora es si esta Iglesia tiene aún algo de poder en sus rocas para enfrentar las amenazas que la humanidad jamás podrá. Somos los guerreros de su Santidad, somos el clavo, somos el Sudario, servidores del Grial, guardianes de la Lanza de Longinus. No somos santos ni malditos, somos el clavo de Helena y la espada del Dios Incognoscible, emergiendo de la roca para hacer frente a la legía. ¡AMEN!
Aldrick Du Ruelant