—¿Cómo lo... de dónde lo sacaste? Llevo meses tratando de conseguirlo y en ninguna librería lo encontraba.
—Lo encontré por casualidad. La librería a donde fui no es muy conocida, pero los libros son buenos y suelen tener la mayoría de los títulos. ¿De qué trata?
—Te lo contaré cuando lo lea de nuevo.
—¿De nuevo? ¿Es que ya lo tienes y mi intento de hacer algo bonito quedó humillado?
—No, lo leí en digital. Se volvió mi cosa favorita desde entonces, y lo busqué por todos lados pero ninguna tienda lo tenía.
—No entiendo a las personas que se obsesionan con las cosas. Sarah ha estado obsesionada con un cantante desde hace dos años, Miguel lo ha estado con el fútbol desde que tengo memoria, y tú... Con los libros.
—No creo que sea obsesión, es más como, encontrar la felicidad en las cosas que nos gustan. ¿A ti no te ha gustado algo tanto que quieres hacerlo, verlo o escucharlo a diario?
No dijo nada, solamente giró hacia el frente quedando de perfil ante mí, me tomé el tiempo de observarla, de ver sus pestañas largas y rizadas, su nariz con una curva y terminando en punta hacia arriba, su boca seria, en una simple línea y su mirada perdida en la ciudad, viendo cada cosa que fuera posible.
No sé qué tanto se había guardado Catalina estos años, qué cosas había dejado de hacer y qué había cambiado en ella. Pero sabía una cosa, quería conocerla por completo, no a medias, no con una sola versión de ella, no la chica madura y enfocada en su futuro, quería conocer por qué sería capaz de luchar, qué la hacía reír, llorar, amar.
—Creo que ya tenemos que irnos —me dijo.
—No has contestado mi pregunta.
—Te lo diré cuando lo sepa.
Comenzó a avanzar, la seguí hasta llegar al auto, le abrí la puerta y esperé a que subiera y luego me puse en cuclillas a su lado, ella se giró hacia mí, dejando sus piernas hacia fuera, puse mis manos en sus rodillas y la miré a los ojos.
—Entonces me encargaré de que encuentres esa obsesión en algo... o en alguien.
Me sonrió sin mostrar los dientes, comenzó a tocarme el cabello, yo empecé a trazar círculos en sus rodillas. De pronto ella comenzó a acercarse, bajé mi vista a sus labios, los cuales había abierto ligeramente, volví a su mirada que seguía clavada en la mía. Justo cuando quedó a centímetros de mí, cuando nuestras narices rozaron, la besé. Mis labios encontraron los suyos con tanta delicadeza, con la lentitud suficiente para apreciarlos, porque eso merecían, ser besados de esa manera. Sus manos se hundieron en mi cabello, apretándolo sutilmente, mientras que las mías apretaron sus piernas dándome firmeza y evitando que me cayera. Poco a poco el beso se fue intensificando, mi lengua se abrió paso entre su boca hasta dar con la de ella. Catalina se recargó en el descansabrazo y yo entré en el auto, puse una de mis piernas entre las de ella y mi mano comenzó a subir por su muslo. Sentía su respiración acelerarse, su pecho chocar con el mío, que también comenzaba a latir rápidamente.
Sus manos bajaron por mi cuello hasta llegar al primer botón de mi camisa, el cual comenzó a desabrochar. Me separé por un momento, vi sus ojos con las pupilas ligeramente dilatadas, sus mejillas sonrojadas y sus labios rojos e hinchados. Volví a besarla, con tanto deseo, como si ambos nos necesitáramos, como si esa fuera la única manera de seguir viviendo. Siguió desabrochando mi camisa y mi mano comenzó a subir hasta llegar al borde de la tela de su vestido, que comencé a levantar poco a poco. Dejé su boca para hacer un camino por su mentón hasta su oreja, luego comencé a bajar por su cuello, mientras ella regresaba sus manos a mi cabello, acariciándolo.
Y de pronto...
Escuché el sonido de mi celular.
Por un momento lo ignoré y pensé en dejar que se perdiera la llamada, pero recordé que esperaba a alguien.
—Es ¿Sarah? —dijo Catalina dándome el teléfono.
—Hola —dije al teléfono— está bien, ya vamos.
Catalina me observó confundida mientras yo sonreía inocentemente. Me aparté de ella y abroché mi camisa, luego rodeé el auto y subí a mi asiento para luego comenzar a manejar hasta la casa de Sarah. Llegamos y entré detrás de Cata, quien sonreía al ver a varios de sus amigos ahí, todo mundo la abrazó, la felicitó y le dieron algunos obsequios. Y ella fue feliz, rodeada de gente que la apreciaba y la quiere.
Y yo fui feliz, de solo verla y admirar su existencia.
En un punto de la "fiesta" o lo que fuera que había planeado Sarah. Salí a tomar aire junto a Carlos.
—¿Quieres uno? —me tendió la cajetilla de cigarros.
—Pensé que lo ibas a dejar —dije tomando uno.
—Las cosas que nos gustan a veces nos matan o lastiman.
—¿Dónde carajos leíste eso?
—Algún libro o folleto que me dieron.
Negué con la cabeza y encendí el cigarrillo. Lo observé, viendo cómo se consumía y se hacía cenizas lentamente.
—¿Y bien?
—¿Qué?
—¿Cómo van las cosas con Catalina? Has estado tan cerca de ella que te olvidaste de mí.
—No me he olvidado de ti.
—Me cancelaste dos veces seguidas. Una porque ibas a salir de la ciudad y la otra porque tenías que acompañarla a comprar no sé qué.
—¿Qué tienes? ¿Diez años?
—Veinte, y una vida. Eduardo, esto no es un reclamo, ni mucho menos. Me alegro por ti de hecho, hacía mucho tiempo que no te veía ¿feliz? No sé cómo definirte ahora, pero si ella es la causante, le tengo que agradecer y le salgo debiendo.
Tal vez era cierto, antes de Cata mi vida había caído en una rutina y todos lo habían notado. Carlos por una parte buscaba siempre llevarme a lugares, no muy buenos, donde pudiera distraer la mente. Mi madre en cambio, procuraba mantenerme ocupado, siempre me pedía que le ayudara a arreglar las cosas de la casa. A pesar que no las necesitaba.
Pero Catalina era... impredecible. Tenía todo tan organizado, a tal punto que me llegó a dar miedo que asignara una hora y día para ir al súper. Vivía de un lado a otro, en ocasiones yo era quien la llevaba a imprimir fotografías, comprar cosas de manualidades o acuarelas para un curso en el que estaba. Siempre la veía activa, buscando qué hacer, qué cocinar y qué aprender.