El Ataúd Verde

El Ataúd Verde

Ilcaffé es un pequeño local ubicado en la esquina de Skånegatan con Södermannagatan en la ciudad de Estocolmo, Suecia. Es un pequeño espacio metido entre el restorán americano Brickyard y la panadería St Pauls Bageri.

Eran las 7pm, en época de invierno, por lo que la noche y el frío ya abrazaban la ciudad desde hace un buen rato. Una joven pareja se reía alegremente, sentados en los taburetes grises del exterior alrededor de la mayor de las tres mesas redondas del mismo color que se ubican ahí.

Él era un joven de pelo corto y ralo, de color castaño claro. De contextura delgada y rostro alargado. Estaba bien peinado de izquierda a derecha, con su barba recortada al ras. Llevaba un chaleco azul marino y unos pantalones claros color mostaza, estaba sentado con las piernas cruzadas muy cerca de su acompañante pero manteniendo siempre una distancia prudente como si no quisiera incomodarla, su actitud se podía interpretar como respetuoso y algo tímido.

Ella, en cambio, con cada risa estruendosa acortaba la distancia, posaba su mano en el antebrazo de él, e incluso inclinaba su cuerpo y presionaba su hombro en el pecho del joven. Tenía una actitud más de confianza y poco tapujo. Su cabello largo y negro lo tenía recogido con una larga trenza, su rostro redondeado y pálido asomaban un par de ojos sonrientes color café oscuro, casi negros. Lo que más destacaba era su gran sonrisa, casi desproporcionada pero a la vez agradable.

Sobre la mesa habían un par de tazas vacías, tres platos de postres con restos de migajas y cremas, con dos cucharas recién usadas y un tenedor sobre los mismos. Se asomaban unas cuantas servilletas dobladas y arrugadas, acumuladas sobre un borde de la mesa, al lado de estos platos. Ella saca otra del servilletero cuadrado que estaba al medio de la mesa, se limpia los labios mientras suaviza sus últimas risas, para luego doblar el papel y dejarlo junto a los demás. Respira hondo un par de veces antes de preguntar:

— ¿Y por qué un chico como tú decidió estudiar medicina? —lo miró de arriba a abajo— No te imagino en urgencias cociendo heridas o arreglando huesos rotos.

— ¿No me imaginas en la labor de un doctor? —responde él con otra pregunta, entre ofendido y divertido por el comentario— Ophelia, me tienes poca fé. Yo siempre he querido salvar vidas.

— Una cosa es querer salvar vidas, Keith, pero otra muy distinta es meterte a ensuciarte las manos. Hay que tener nervios de acero.

— ¿Estás diciendo que no tengo nervios de acero? —el joven se pone de pie entre risas y levanta el brazo haciendo ademán de llamar al mesero—. Por favor, la cuenta. Me largo de aquí.

— ¡No, no! —ella lo toma del brazo y lo baja para que se siente, mientras ambos ríen— No digo que no los tengas, sólo que eres alguien tan lindo y sensible que no te imagino impasible y resolutivo frente situaciones tan fuertes —Ophelia posa su mano sobre el antebrazo de Keith y lo acaricia suavemente.

— Bueno, si lo pones de ese modo —el joven se pone tenso al principio, pero luego se relaja, le da unas palmaditas sobre la mano que lo acariciaba para luego apartar su brazo lentamente—. Te contaré por qué tomé la decisión de estudiar medicina.

“Cuando era niño, mi madre y yo vivíamos al norte de aquí, cerca de la funeraria Lavendla Begravnigsbyrå, en la avenida Rådmansgatan, donde ella trabajó por varios años. Todos los días después del colegio iba allá a acompañarla y en la noche regresábamos juntos a casa.

“Mientras ella recibía a los fallecidos, les cambiaba de ropa, los arreglaba y maquillaba, yo estaba ahí jugando, dibujando o haciendo mis tareas. Estaba acostumbrado a estar en la misma habitación con aquellas personas fallecidas, para mí nunca fue incómodo ni terrible ni me daban miedo, incluso me quedé en varias ocasiones solo, leyendo o estudiando, sentado junto a los féretros.

“Me gustaba mucho sentarme junto a los ataúdes, sentía una paz y tranquilidad como un oasis dentro del caos de la ciudad y el ruido de las personas.

“Una de las cosas que más recuerdo era el olor. Había una gran habitación debajo de la funeraria donde guardaban a los recién llegados, tenía dos gruesas y pesadas puertas herméticas que parecían suspirar cuando las abrían, para luego escupirte encima una enorme bocanada de ese olor tan característico, una mezcla entre dulzor y amargura, tan fuerte que parecía que penetraba tu alma, y a la vez tan suave que se esparcía por todo el subterráneo hasta casi desaparecer.

“Un día me llamó mucho la atención un ataúd color verde musgo. No era para nada común uno así, la gran mayoría son café mate, y uno que otro blanco o algún color pastel. Pero éste llamaba mucho la atención, tanto que era como incómodo. Yo estaba acostumbrado a la quietud y a los colores sombríos de la funeraria, en cambio este verde me hacía sentir repulsión, fue por primera vez que sentí un mareo al estar ahí, era un tono asqueroso, repugnante, inquietante, que irrumpía mi mente como un líquido viscoso.

“Desde aquél día, la intranquilidad comenzó a ir en aumento. Ya no podía pasar mucho tiempo en la misma habitación que ese ataúd. Hasta que oí su voz.”

— ¿Su voz? ¿De quién? —preguntó intrigada Ophelia, que había escuchado atentamente todo el relato mientras revolvía su larga trenza.

“Una dulce voz —continuó Keith—, confundida, algo aturdida, que me dijo:

“—¿Qué pasó? ¿Dónde estoy?

“Mi mirada de asombro fue tal que no pude contestarle. La joven del féretro verde se había levantado, se restregó los ojos y estiró los brazos como quien despierta de un largo sueño.

“— ¿Qué sucede? —me pregunta ella, sin entender.

“— ¿Estabas viva? —le respondí con otra pregunta. No cabía en mi cabeza que un muerto se levantara así, debía de haber estado viva todo este tiempo.

“— Por supuesto, que estoy viva, ¿qué te hace pensar que yo… —se detuvo a mirar a su alrededor y se dio cuenta en dónde estaba.



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En el texto hay: suspenso, ataud, verde

Editado: 30.08.2023

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