¡Ha nacido lo único que amo
de lo único que odio!
(William Shakespeare, Romeo y Julieta)
Cuando supe que tendríamos que volver a Shiteho, enseguida sentí el amargo reflujo de un mal presentimiento. Si de por sí era difícil no llamar la atención cuando viajábamos por Hatenayasko o Ayatea, no me imaginaba cómo lo lograríamos en mi propio reino. Aquello también preocupaba a Shieik, por lo que decidimos dar extensos rodeos que nos alejaran de las zonas urbanizadas. Evitábamos las ciudades y los pueblos de considerable tamaño; y, cuando se podía, cualquier contacto con otros humanos. Sentía constantemente que los extraños que nos cruzábamos me clavaban la mirada en la espalda, y estaba segura de que cualquiera que me veía lograba reconocerme.
Pero debía admitirlo: era agradable volver a casa.
Nunca había permanecido lejos de mis tierras por tanto tiempo; por lo cual, cuando nos acercábamos como polizontes en un barco de comerciantes, pensé que lo que sentiría al llegar sería una sensación de nostalgia en la boca del estómago. Sin embargo, cuanto más recorría Shiteho en compañía de Shieik y Neko, más contundente se volvía la realidad de que yo apenas conocía aquel sitio al que llamaba mi hogar.
Sí, había extrañado el calor seco y los constantes rayos de luz. Había extrañado ese tinte dorado en la naturaleza y la certeza de que casi todos los días serían soleados porque, en el Reino de la Luz, los días nublados eran un mal presagio y un fenómeno poco frecuente. Pero me di cuenta de que esos eran los únicos factores con los que podía sentirme familiarizada. Lejos del lujo del palacio, de mi trono y de los carruajes, del inmenso trecho que existía entre Shiteho y mi linaje, el sitio en el que me encontraba era completamente desconocido.
Aunque nuestro tiempo en las pequeñas y aisladas aldeas fue muy breve, estudié con detenimiento la conducta de los campesinos y la comparé con la de los nobles que yo conocía. Contrastaban incluso con las personas ordinarias que vivían en Jaisami u otras importantes ciudades aledañas.
Lejos de vanagloriarse por pertenecer al reino más importante de la Estrella u ostentar los lujos y costumbres de los nobles, los campesinos eran humildes, tolerantes y benévolos. Siempre había tartas de azúcar o postres enfriándose en las ventanas. Los hombres trabajan sus tierras hasta el cansancio, pero en los surcos de sus rostros y en sus ojos exhaustos lucía la emoción de haber acabado un trabajo bien hecho. Los niños jugaban en las calles, llenando el espacio con gritos y risas, y los mayores ayudaban a sus padres en las tareas de la casa. En las aldeas más precarias no había escuelas oficiales, pero los adultos se encargaban de transmitir a los jóvenes aquellos conocimientos necesarios para desenvolverse en la vida.
Nos detuvimos en las afueras de un pueblo pequeño para recuperar fuerzas, asearnos y tomar un ligero almuerzo. Nos esperaba un camino terroso rodeado de pastizales y campos de siembra, el cual nos alejaría cada vez más de la civilización.
Las ruedas de heno se repartían sin un patrón en los campillos donde criaban animales, la mayoría de los cuales tomaban siestas o se revolcaban para apaciguar el calor. La brisa era tibia pero agradable, y todo se balanceaba despidiendo destellos venturosos. El mundo parecía una pintura con infinitas gamas de amarillo, dorado, marrón claro y verde limón.
–Yo me crie en un ambiente como este –comentó Shieik.
Curiosa, traté de imaginar las montañas que mi compañero había descripto rodeando su granja. También imaginé a sus padres y la cabaña donde hubo crecido. Incluso traté de ver a la jikán volando con un Shieik pequeño en su lomo. Inevitablemente acabé sonriendo.
–Tuviste mucha suerte –le respondí–. Me encantaría haber vivido de esta forma.
– ¿Segura? –me preguntó con una sonrisa peleadora–. No hay vestidos elegantes, tampoco doncellas. El polvo vuela todo el tiempo y tienes que lavar tu propia ropa, todos los días. Debes sembrar y recolectar para comer.
–Pero esto sí es vivir –insistí–. Míralos: amigos, familia, compañeros, camaradas. Están siempre en contacto con la naturaleza y con los animales. Siento que, en este lugar, la magia cobra vida sin siquiera pensar en ella. Es como si ellos estuvieran más cerca de nuestra propia identidad que lo que cualquier noble como yo podría estar.
–Eso es porque aquí las personas están desligadas de tantas necesidades y distracciones materiales, princesita. El aura es quien eres realmente, y la magia nace cuando dejas atrás todo lo demás. –Se quedó mirando a los niños que jugaban cerca de nosotros con una extraña expresión en el rostro, y luego dijo–. Quizás más adelante podamos hacerlo.
– ¿Hacer qué?
–Darte una vida verdadera.
–Pero…
Levantó una mano, haciéndome callar.
–Ya lo sé, ya lo sé. No puedes escapar de tus obligaciones, tarde o temprano tendrás que convertirte en reina. –Parecía como si le costara decir lo siguiente. No me miraba a los ojos. De hecho, habría jurado que sus mejillas oscuras se habían coloreado–. Pero al menos por un tiempo. Podríamos quedarnos en un lugar así, o solos, y te enseñaría lo que es vivir como un campesino.
–Suenas bastante resentido al autodenominarte así –comenté.
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Editado: 02.12.2020