Julieta: Algún veneno ha acabado con él.
Oh, avaro, ¿no has dejado ni una sola
gota para mí? Pues te besaré:
en tus labios quizá quede veneno
que, como un bálsamo, me haga morir.
Lo besa.
Están calientes.
CAPITÁN DE LA GUARDIA (Dentro.): Guíanos, muchacho.
Julieta: Alguien viene. Seré breve.
Cogiendo la daga de Romeo.
¡Oh dulce daga, esta es tu vaina!
(Se la clava.)
Oxídate aquí y ayúdame a morir.
(William Shakespeare, Romeo y Julieta)
Cuando desperté, todo lo que veía era rojo y negro. Cascadas rojas y precipicios negros. Permanecí tumbada mientras poco a poco iba recuperando los sentidos, y me di cuenta de que Samvdlak seguía encima de mí, robándome la vida. Percibía el aire frío y cargado que se veía afectado por su aura, y el único sonido que podía escuchar era el de los latidos de mi propio corazón.
Cuando logré respirar, parte del agua de la lluvia que tenía en la garganta me entró a los pulmones. Entonces desperté en una pesadilla. Desesperada, tosí e intenté incorporarme, pero no me respondían los músculos. La respiración (un silbido desorbitado) empezó a fallarme, y el vacío negro se expandió hasta tragarse las cascadas de sangre por completo.
Reinó la más sólida oscuridad durante mucho tiempo, hasta que oí que alguien me llamaba. Alguien gritaba mi nombre. Sonaba sordo, sofocado por la maleza que me rodeaba, pero sin duda era mi nombre. Pensé en responder, pero estaba aturdida y tardé un rato en llegar a la conclusión de que no recordaba cómo hablar.
El mundo se encendió de repente y vi que detrás de Samvdlak ocurría algo increíble. Nobu ya no descansaba sobre sus cuatro patas, indiferente, sino que luchaba contra otro jikán. Sobre la cabeza del príncipe de la oscuridad se alzaba un baile de alas monstruosas: negro contra anaranjado, chispas amoratadas contra destellos rojos, gruñido contra aullido, una tormenta contra un incendio. La tierra se sacudía como si dos gigantes corrieran sobre ella.
El aire se calentó en cuestión de segundos cuando un huracán de fuego se alzó sobre la superficie del lago. Después de eso los jikanes se retiraron hacia algún sitio lejano, y no pude seguir viendo la pelea.
Estaba demasiado oscuro para distinguir otra cosa que los conos de los árboles inclinándose y meciéndose al ritmo de los hostigos del viento. Esa noche el cielo estaba oscuro como boca de lobo. Las ráfagas que levantaban las bestias gigantes a lo lejos, y la tempestad, no ayudaban en lo absoluto. Me daba vueltas la cabeza y todo dolía, a tal punto de que no sabía dónde comenzaba y dónde terminaba la agonía. Sentía que me zarandeaban en una nebulosa que jamás iba acabar, con mi corazón desbocado golpeándome en el pecho para que no me olvidara de que debía respirar…
…hasta que lo vi a él.
Shieik volaba hacia nosotros a toda velocidad. Sacudido por la tormenta, esquivaba pedazos de árboles, rayos y piedras que los jikanes en su riña desprendían de la tierra. Gritó en su idioma y cayó sobre un desconcertado Samvdlak, formando una maraña de brazos y piernas que salió volando por los aires y luego explotó con un fogonazo celeste.
Sin el príncipe bloqueándome el panorama, vi que Neko y Nobu enfrentaban sus miradas. Neko estaba agazapada, el pecho pegado a la tierra y la cola de fuego apuntando al cielo; sus alas ardiendo, inmensas como las de una mariposa colosal. Frente a ella, Nobu se imponía como un hermano mayor que busca controlar al pequeño mostrándole quién es el más grande. Ambas miradas, encaminadas en un mismo sendero invisible, se veían tan filosas como puñales de estalactitas.
Por otro lado, Samvdlak estaba encerrado en una prisión de piedra casi tan alta como el adelái, como una montaña circular.
Shieik apareció a mi lado en una fracción de segundo y enlazó su aura con la mía, con una brusquedad que me hizo soltar todo el aire de golpe. Algo pareció no gustarle, porque soltó una maldición y enseguida sentí que empezaba a trabajar sobre mi cuerpo. Su energía era como una fuerza lozana que me envolvía por completo, que se extendía poco a poco desde mi cabeza hasta los dedos de mis pies: fría como hielo, celeste como el cielo y llena de diamantes.
– ¿Elízabeth? ¿Me oyes? –masculló con las manos deslizándose a centímetros de mis heridas, aquellas que bajo su luz comenzaban a sanar. Su voz me sonaba muy lejana, pero llegué a asentir con un movimiento torpe de la cabeza. ¡Cuánto me dolía!
“Respirar, no te olvides de respirar”
Intenté memorizar el latido del corazón y obligué a mis pulmones a imitarlo: uno, dos, tres, cuatro. El aire me quemaba la garganta, pero no lograba llegar a donde debía. Shieik empezó a golpearme el pecho con las palmas. Me di cuenta de que otra vez luchaba contra el agua de la lluvia en mi tráquea, por lo que tosí hasta escupirlo todo.
–En serio eliges los peores momentos para desmayarte.
Intenté incorporarme, pero flanqueé y se me escapó un grito de dolor. Un pitido me atravesaba la cabeza como una cuchilla del grosor de un hilo, como ácido. Shieik me ayudó a sentarme…
…pero, en cuanto lo tuve de frente, mi corazón pareció terminar de colapsar. Todo dio vueltas, todo se agitó, todo se descolocó.
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Editado: 02.12.2020