El beso de Lana del Rey

II. Lo que busca el viento

Pasé semanas perdido, buscándola. Recorrí durante noches y noches todos los antros cutres de Brooklyn con la esperanza vana de, al menos, volverla a escuchar cantar una vez más. Tuve pesadillas recurrentes en las que aparecía besando a un tipo gordo de bigote espeso, mientras me retaba con el movimiento de uno de sus dedos a acercarme. Otras veces se convertía en diosa de una religión en la que creía fervientemente y me invitaba a una especie de ritual que no sabía qué significaba. Me gustaba imaginar, al amanecer, que Lizzy había tenido los mismos extraños sueños que yo y me divertía pensar en su reacción, como si estuviéramos dentro de un videojuego donde solo ella tenía el control.

No entendía muy bien por qué, pero sabía a ciencia cierta que Lizzy había aparecido en mi vida por algo. Con una misión que cumplir. Como si fuera un salvavidas al que arrojarme en mitad de un naufragio. Lo supe, primero, por el momento en que ocurrió, cuando yo ya era casi un fantasma. Me convencí, después, por el vacío que había abierto en mis entrañas y parecía llevarme a un abismo aún más profundo que en el que me encontraba. Tampoco comprendía por qué la seguía, si no tenía las respuestas que ella necesitaba. Lizzy, la chica que parecía acaparar todo el dolor del mundo en una de sus miradas, la que cantaba para el viento y se esfumaba serpenteando el asfalto, no tendría nada para mí si no yo no tenía algo para ella.

Por eso, aunque pasé semanas persiguiéndola entre sombras como un condenado a muerte, en lo más profundo de mí temía toparme con sus certezas sin haber asentado las mías. ¿Y si Lizzy tenía las respuestas que yo andaba buscando? ¿Y si no tenía la suficiente fuerza como para soportar lo que dijera? Yo solo era un fracasado, porque había estropeado cada oportunidad que el futuro me había brindado para no ser un desgraciado. En los momentos de oscuridad no había luchado contra aquella parte de mí que quería escapar, huir, volar. Juro que asentía con conocimiento de causa cuando papá me explicaba en qué consistía vivir, ser adulto, pero no podía negarle a mi otro yo dejarse seducir por las ideas de grandeza, por los mitos del pasado, por las historias de libros olvidados. Y Lizzy Grant parecía haber sido creada para la parte de mí que se rebelaba contra el loco devenir de una sociedad que no tenía ni un momento para pensar.

Y, como suele ocurrir, uno encuentra cuando deja de buscar.

—¿Te vas a quedar callado toda la noche o vas a decirme algo interesante? —preguntó con tono de desdén cuando se percató de mi presencia.

Atardecía y busqué refugio del calor de junio en el mismo sucio bar del neón parpadeante. Lizzy Grant trabajaba allí de vez en cuando, no solo cantando, sino que ayudaba poniendo cafés por las tardes. Aunque la vi de reojo, traté de pasar desapercibido.

—Creí que no te volvería a ver—respondí intentando sonar causal, obviando las horas locas en las que creía oler su perfume por las aceras de Nueva York.

—El destino manda.

—No sé ni tu nombre—tiritaba, pero no de frío.

—No mientas, Gabe—miró a su alrededor, ofreciéndole una tregua al dueño, y se sentó a mi lado.

—¿Cómo sabes tú el mío? —estaba aturdido. Yo sí que había escuchado su nombre artístico cuando deleitó a su público con música mágica: Lizzy Grant and the Phenomena.

—Qué importa eso. Lo que realmente trascendental es…si has encontrado lo que buscas—su voz fue haciéndose más tenue a medida que hablaba, como si algo desgarrara su garganta conforme articulaba los sonidos.

¿Qué buscaba? ¿Qué anhelaba? Quizá solo quisiera poder elegir, no tener un camino marcado. Tal vez quería escapar de mí mismo, de lo que creían los demás que era o huía de lo que veía avecinarse: una monotonía rutinaria que terminaría por ahogarme poco a poco hasta la expiración. Pero viendo a Lizzy delante de mí, con sus ojos bien abiertos, sus dientes formando un glaciar blanco y su cabeza ladeada, puede que solo quisiera tener fe en que el mundo podría ser transformado. En que ella, con sus canciones al viento, podría tener el secreto del universo al que estábamos conectados.

—Busco lo mismo que tú—no tenía otra cosa que decir. Ni siquiera estaba seguro de lo que aquello significaba, solo pretendía ahondar en la coraza con la que Lizzy se protegía.

—Tú no tiene ni idea de lo que busco—se esfumó su sonrisa, abriéndose una grieta en su semblante serio—. Pero supongo que eso es lo de menos, porque nadie lo sabe.

Otra vez el silencio. Ese maldito silencio. Atronador. Insoportable. Angustioso. Sentía que el tiempo junto a Lizzy era más valioso que cualquier otro. No podía malgastarlo. Es algo que he aprendido. El dinero viene y va. Se va más que viene, a decir verdad. Hay un retorno. Pero chicas como Lizzy no vuelven. Siempre se van.

—A veces siento que…que voy a la deriva. Como si el mundo girara y girara…y yo estuviera quieto, paralizado, viéndolos ir de aquí a allá. Como si no fuera parte de esta realidad—. No la miré directamente, porque mi discurso había sonado patético.

—Todos estamos a la deriva, Gabe—soltó riéndose levemente, como si ese tipo de preocupaciones fueran familiares—. Hay quienes saben disimular y otros que no. Y a nosotros—hizo un gesto—se nos da mal fingir que todo está bien cuando todo está mal.

Agradecí que no se burlara de mí y que empatizara conmigo.

—Quiero escribir—solté, sin pensarlo.




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