El bosque de las sombras I: La ofrenda

III El precio de la paz

Reino de Arkhamis

Lis dejó su puesto en el trono, frente a los inquietos invitados que no dejaban de murmurar sobre lo que creían que ocurría. Fue en busca de su padre. Tras ella salió su madre y al verse sola, Daara también las siguió.

—¡Regresa ahora mismo al salón! No puedes dejar a tus invitados solos.

—La fiesta ya terminó, madre ¿No viste la cara de ese hombre? Algo muy malo ha pasado.

Las puertas de la habitación donde el rey hablaba con el mensajero se abrieron. Dicho hombre salió raudo junto al general del ejército real. Luego salió el rey Barlotz, en cuya tétrica expresión no había rastro de la confiada sonrisa de antes. Su boca temblaba levemente.

—Mi rey, dile a tu hija que regrese con los invitados, nos pone en vergüenza —exigió la reina.

—Ahora les informarás a los invitados que pueden seguir disfrutando de nuestra hospitalidad hasta el alba. Nosotros no regresaremos —informó el rey, cogiendo de la mano a la princesa Lis para meterla en la habitación.

La reina vio cerrarse la puerta en sus narices. Murmuró de mala gana algo que Daara no pudo escuchar y se dirigió sin más remedio al salón.

El rey tomó asiento, llamando a su hija a su lado. La princesa se sentó a sus pies, como hacía de niña cuando él le contaba historias llenas de magia y criaturas fantásticas. En ese entonces, ella lo oía con curiosidad y alegría; ahora ésta última había sido reemplazada por el miedo.

—Mi querida Lis, lamento tanto que esto haya ocurrido en un día como hoy y que tu alegría se vea empañada por tan alarmantes noticias. —El dolor en los ojos del rey se reflejó en los de la princesa, que le cogió una mano entre las suyas, besándola y estrechándola con fuerza.

—Dilo, padre. Déjame cargar con una parte de tu dolor para que tu sufrimiento sea menor, compártelo conmigo.

El rey asintió, posando su otra mano sobre la cabeza de la joven, en un acto más compasivo que cariñoso.

—Ha surgido una amenaza que podría poner fin a nuestros veinte años de paz e incluso a la humanidad misma —confesó.

El corazón de la princesa se agitó como un pez fuera del agua, temblando en agonía.

—Un enemigo que creíamos extinto ha resurgido desde las tinieblas y no tardará en atacar. Su fuerza y ferocidad son implacables y necesitaremos de toda la ayuda de que dispongamos, de la unión de todos los guerreros de todos los reinos y, aun así, no tendremos oportunidad contra ellos.

Tanta fatalidad se acumulaba en sus palabras que la princesa sintió que le faltaba el aire.

—Pero... Debe haber algo que podamos hacer...

—Lo hay. Hace veinte años, alguien nos ayudó a destruirlos, pero en sí mismo él también era una amenaza, así que nos volvimos contra él y los suyos, logrando la paz que has conocido hasta ahora. Por lo anterior, él no aceptará ayudarnos así nada más... Yo debo darle una prueba de fe para que vuelva a confiar en mí... Debo poner a su disposición lo más preciado que tengo, como muestra de mi error y suplicar su perdón.

La princesa se sintió abatida, atenazada por un miedo agudo y paralizante. La voz de su madre, criticándola por consentida, resonó en su cabeza. "Por el amor tan grande que te profesa tu padre", le había dicho su aya. Y todas las veces en que el hombre frente a ella la abrumaba con sus atenciones, no hicieron más que profundizar el dolor que comenzaba a surgir en su pecho.

Lo que más amaba el rey, su padre...

—Tú, mi preciosa Lis, mi amada florecita, eres lo más preciado que tengo y lamento tener que depositar sobre tus hombros un peso como éste, pero... Eres nuestra última esperanza.

La joven pareció caer en un trance, del que despertó cuando su padre la sacudió.

—¡Debe haber otra forma, padre! Yo... Yo pelearé. Tomaré una espada e iré contigo a la guerra... ¡Yo daría la vida por ti, padre! Pero no así... No siendo entregada como un objeto...

La analogía de la flor cortada se cubría de tanto horror y amargura como no creyó posible. Y era más real que nunca.

—¿No me has oído? Ningún guerrero del reino podría hacerle frente a los Dumas. Esas criaturas sobrenaturales juegan con tu mente, haciéndote ver y oír lo que no hay, y sus heridas sanan en un parpadeo. Tienen la fuerza de cinco hombres y pueden despedazarlos usando sólo sus manos. Tú nada podrías hacer en el campo de batalla. Mira tus suaves y delicadas manos, ni siquiera podrías empuñar una espada con ellas.

—¡Padre, por favor! —suplicó, con los ojos llenos de lágrimas—. Eres el hombre más sabio que conozco, tú podrás encontrar otra solución, por favor, padre querido ¡Ten piedad de tu hija!...

—¡¿Crees que, si tuviéramos otra opción, te habría contado todo esto?! Cada uno debe desempeñar el papel que le corresponde y ha llegado el momento de que hagas el tuyo. Allá afuera dijiste esperar el día en que pudieras retribuir el inmenso amor que siento por ti. Ese día ha llegado, Lis.

Ella le soltó la mano que tan amorosamente aferraba y se desplomó sobre el piso, llorando sin consuelo. El dulce amor de su podre se había vuelto más pesado que la corona y le impedía salir corriendo para escapar de su destino.




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