En cuanto pudo controlar su cuerpo, Lis corrió hacia la puerta, que nuevamente se cerró de golpe frente a ella. Había sido él, notó con espanto, pues su mano se hallaba alzada en su dirección, mientras seguía bebiendo la sangre del cochero. Jamás oyó que los leprosos se alimentaran de sangre y menos de que tuvieran habilidades mágicas. Esa criatura no era un leproso, que ingenua había sido. No era un pobre hombre enfermo, era un monstruo. Se cubrió los oídos, buscando dejar de oír el horroroso sonido que le agitaba las entrañas. Era como si la criatura estuviera bebiendo sopa, una sopa humana. Con la frente apoyada en la puerta, lloró y oró por su vida.
—Hmm... Aaahhh... ¡Ha estado delicioso! —exclamó Desz, limpiándose la sangre que escurrió de su boca y empujando con su pie el cadáver hasta alejarlo de su lado.
Volvió a cubrirse con la manta, sólo medio cuerpo esta vez. La sangre tibia y fresca reconfortaba su cuerpo, pero todavía necesitaba descanso y para ello, tranquilidad. La antes inerte quietud del palacio ahora era interrumpida por el ruidoso llanto de la mujer.
—¿Qué... Eres? —se atrevió a preguntarle ella, aún pegada a la puerta.
—¿Tu padre no te habló de mí?
Ella negó, para luego volver a regañarse mentalmente.
—No —dijo por fin.
—Soy una bestia, así es como él me llama y tú misma lo has comprobado ¿Qué piensas de tu padre por entregarte a alguien así?
Lis dejó de llorar. Una bestia podía devorar a un humano, pero no plantear tal tipo de preguntas. Esa criatura era algo más.
—No cuestionaré las decisiones de mi padre. Él... Él ante todo es un rey y hace lo mejor para su gente.
Desz se limitó a reír.
—Necesito descansar, así que no te atrevas a interrumpir mi sueño con tus gritos o lloriqueos. Quédate en el ala este, lo más lejos posible de esta habitación y no me molestes.
Ante un sutil movimiento de su mano se abrió la puerta. La joven escapó de los que habían sido los instantes más aterradores de toda su vida y corrió por los pasillos del palacio hasta el ala este. Sólo al llegar notó que nuevamente le obedecía, como si su cuerpo estuviera bajo el control de esa criatura. Su corazón le rogaba que cumpliera con el mandato de su amoroso padre; su cuerpo ahora le obedecía a la criatura.
Ya no quedaba nada de Lis.
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Al amanecer, los rayos del sol revelaron los detalles de una habitación que no era la suya. Tampoco eran de una pesadilla las horrendas imágenes que se repetían incansablemente en su cabeza. Su vida había cambiado.
¿Quién era ahora? ¿Qué era?
Anduvo por el palacio intentando hacer el menor ruido posible y salió a recorrer el exterior, dentro de los muros perimetrales. Encontró un pozo que, para su fortuna, no estaba seco y tras beber un poco de agua le llevó al caballo. El animal era su único medio de escape si las cosas empeoraban, más le valía cuidarlo. Lo acomodó en los establos del patio frontal y al carruaje a un costado de estos.
Agradecía a los dioses por las ocurrencias de su aya Ros. La mujer le había insistido que llevara un morral con distintos alimentos que ahora serían su único sustento, pues en el palacio no había nada que ella pudiera comer. En el patio trasero encontró un hacha que serviría para quitar las plantas que habían invadido la cocina.
Los rayos de sol que se colaron por la ventana despertaron a Desz de su sueño. El colchón acogía su maltratado cuerpo con gentileza y aunque estaba viejo, no era el suelo rocoso de la cueva. A través del vendaje logró ver borrosamente su habitación. Todo seguía allí, más sucio, más viejo y cubierto de plantas trepadoras que habían hecho suyo lo que encontraban a su paso. Incluso el cadáver de la mujer que Flamand había matado en su sillón seguía allí. Se preguntó qué habría sido de él.
Buscó en su armario algo con qué cubrirse y se quitó la ropa harapienta y sucia que llevaba. Una capa con capucha lo abrigaría a la vez que protegía del sol, ese que durante el cautiverio su cuerpo había olvidado.
La putrefacción del cochero, que tan amablemente le había servido de alimento, empezaba a ser evidente y cogiéndolo de las ropas comenzó a arrastrarlo fuera de sus aposentos. Luego haría lo mismo con el del sillón.
Lo llevó escaleras abajo y, junto a la puerta que daba al vestíbulo, se encontró con lo que quedaba de Flamand, cubierto de hiedras y polvo. Esperó junto a él un instante, recuperando el aliento y continuó.
A medida que avanzaba por el pasillo, con la dificultad adicional de sortear las gruesas plantas que serpenteaban por el piso, un incesante golpeteo metálico le hizo retumbar la cabeza. Sus sentidos seguían descontrolados y el aleteo de una mosca le llegaba como un vendaval. Al pasar fuera de la cocina vio a la humana con un hacha en lo alto. Ella se lo quedó mirando con sorpresa, inmóvil. Desz continuó su camino y dejó el cuerpo en el rincón más alejado del patio trasero. Inhaló profundamente, extenuado. La luz del sol que irradiaba sobre su capa comenzó a quemarle. Los Tarkuts eran una clase de vampiros que podía gozar de plena libertad durante la claridad del día, se habían adaptado a ella; habían evolucionado. Ahora, tras su largo cautiverio en la oscuridad, parecía haber sido devuelto al destierro nocturno. Esperaba revertir tal situación prontamente.