Lis seguía muda de la impresión cuando Desz volvió a hablarle.
—Ha sido divertido. Ya no intentarías salvarme ahora que sabes quién soy ¿Verdad?
Ese hombre que, de un príncipe tenía todos los atributos, era nada más y nada menos que la bestia que la aterraba. No salía de su pasmo.
—Me has ensuciado la mano, eres realmente repugnante —se quejó él, limpiándose con asco donde ella lo había tocado—. Apestas incluso más que cuando llegaste.
Lis se olió con disimulo, comprobando que la criatura no exageraba. Después de todo, había andado correteando tras los cerdos y seguía vistiendo las ropas de su cumpleaños. Le parecía que había transcurrido una eternidad desde tal evento. Sin embargo, en su suciedad también hallaba algo de seguridad. No deseaba dejar de apestar, ahora menos que nunca.
—No quiero que entres a mi palacio en tal estado de inmundicia —sentenció. Dio media vuelta, apartándose de ella lo suficiente como para dejarla recuperar el don del habla.
—¡Eres un descarado! —le gritó, sujetando lo que quedaba del faldón de su vestido andrajoso por si debía salir corriendo.
Él se detuvo en seco.
—¡Te quejas por mi apariencia cuando tu palacio es el lugar más repugnante que he visto! Dices que apesto cuando en tu hogar el hedor a muerte y putrefacción inunda el aire y lo contamina.
—Todo eso es culpa de tu padre. Haz algo útil y aséate. No quiero verte en harapos.
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Había un baño en el primer piso, cerca de la cocina. Tenía una tina amplia que en su tiempo debió ser hermosa, pero que ahora daba asco de sólo mirarla. Los primeros tres valdes con agua que acarreó desde el pozo fueron para limpiarla y luego logró llenarla hasta menos de la mitad sin caer rendida. Hubiera sido más fácil lavarse junto al pozo, pensó, desprendiéndose del vestido de su cumpleaños, que al igual que la tina, daba asco de sólo mirarlo, pero la bestia podría verla y la idea le asustaba. No quería esos ojos grises sobre su cuerpo. Se sumergió en el agua fría, rogando seguir pareciendo apestosa para la criatura cuando su cuerpo estuviese limpio.
En sus aposentos, Desz caminaba inquieto. Algo de verdad había en las palabras de la humana. Su habitación también apestaba, al igual que el resto del palacio. Hastiado, abrió de par en par las ventanas y recogió las ropas y mantas repartidas por el suelo, poniendo algo de orden al caótico lugar. Una gran nube de polvo se levantó, haciéndolo toser un par de veces. Cuando la nube por fin se disipó, se quedó mirando el viejo sillón de terciopelo. Una gran mancha negra marcaba el sitio donde el cuerpo de aquella princesa se había descompuesto. Probablemente sus fluidos mortuorios se habían filtrado por la tela, contaminando su interior. Ya no quería esa inmundicia en su habitación.
El estruendo del sillón cayendo desde el balcón y despedazándose en el patio hizo a Lis dar un brinco. La criatura estaba más activa y su presencia se notaba. Luego se asearse, decidió permanecer silenciosamente en la cocina, donde vio que los alimentos que el aya Ros le había dado ya estaban por acabarse.
Tras deshacerse del sillón, Desz ya no supo qué hacer con el polvo, telarañas y hojas que seguía habiendo en el lugar. Como rey de Nuante, jamás tuvo que preocuparse por tales menesteres como la limpieza o los quehaceres domésticos, pues había siervos que se encargaban de aquello. Ahora su única compañía era la humana ruidosa. La encontró en la cocina y, como le ordenó, se había aseado. Llevaba el cabello atado en una trenza y se había puesto ropas que debió encontrar en el palacio. Eran de hombre: una blusa blanca, de mangas anchas y un pantalón ajustado, pero que también le quedaba un poco ancho. La mujer tenía las facciones finas y sutiles de una princesa, con un cuerpo delgado y frágil que contrastaba llamativamente con esos atuendos masculinos. Le pareció una imagen divertida.
Ella no se había percatado de su presencia, pese a que llevaba un buen rato mirándola. Ese era su talento como Tarkut, acechar furtivamente a sus presas y enemigos, que no notaban su cercanía hasta que les hincaba los colmillos.
La mujer miraba unos pequeños trozos de zanahoria, algo mustios, que llevaba a su boca y masticaba lentamente, retrasando todo lo posible el momento de tragarlos y terminar de vaciar el plato. A ella nunca le gustó mucho la zanahoria, su exquisito paladar estaba acostumbrado a los deliciosos platillos que abundaban en el palacio, pero en su actual situación, esos pequeños trozos blandos le parecieron un deleite, hasta que se acabaron. Su estómago rugió pidiendo más, casi al mismo tiempo oyó al caballo relinchar.
Como un rayo corrió hasta el establo, donde la criatura sacaba al animal.
—¡Por favor, no lo hagas! —rogó, interponiéndose entre ambos.
—No estorbes.
—¡No te alimentes de él, por favor! Yo... ¡Yo conseguiré lo que necesites, pero no lo mates! —gritó, intentando quitarle las riendas.
—Apenas y puedes mantenerte de pie, no sirves para nada. —La empujó, quitándola del camino.
Ella cayó sin esfuerzo. Allí, postrada por el abatimiento, rezumando impotencia por sus exangües ojos, vio a la criatura atar el caballo nuevamente al carruaje y salir de los terrenos del palacio, dejándola atrás.