El caso Oleaje

Capítulo III

El sol –o lo que quedaba de él en octubre- entró por las clavijas de la ventana y me cubrió los ojos. Hacía que los abriera despacio, despertándome de lo que no había sido un buen sueño. Me levanté poco a poco y observé la nota que había al lado de la cama, justo encima de la mesita de noche. Observé una buena caligrafía, y pude leer con dificultad: “Sigo buscando inspiración para mi trabajo. Nos vemos luego, te quiero.” Bajo del todo había un dibujo mal hecho y con prisas de una cámara fotográfica, así que con mi capacidad intelectual de domingo por la mañana, pude entender que había ido a fotografiar algo, o todo ese tipo de cosas que hacen los fotógrafos, no lo sé.

 

Me quedé sentado mirando hacia la completa nada, intentando despertar mis sentidos uno por uno. Por desgracia, el segundo que se despertó fue el olfato. Y con él, un terrible olor a pescado podrido desde la cocina. Gracias al cielo, olfato. Me dirigí con pasos de gigante –acabado de despertar- hacia la cocina, y abrí las ventanas de ella. La toalla, mugrienta, por no decir en un avanzado estado de descomposición, enrollaba lo que podría ser un pescado de hace semanas, pero no, era solo de ayer. Desenrollé el pescado y una asquerosa brisa de mal olor me cubrió toda la cara. Aguantando las náuseas que todo esto me provocaba, lo lavé un poco en el grifo de la cocina. Lo puse en una gran bandeja de cerámica que el pez ocupaba por completo. Mirándole a los ojos, me dije a mi mismo que no podía dejarlo así. Decidí, sin pensarlo mucho, que aquel día, podríamos comer pescado. Un gran pescado.

 

Saqué el cuchillo del cajón como si se tratase de una espada y partí el pez por la mitad, pudiendo ver a la perfección todo su interior. Yo nunca en mi vida había visto un pez por dentro, salvo cuando ya estaba cocinado, pero pude deducir que algo no estaba muy bien en este pescado.

El pescado, lejos de tener un buen aspecto y un buen aroma, parecía que había estado comiendo algo que no se encontraba con facilidad en el mar, a no ser de la existencia de los seres mitológicos que ahora llamamos sirenas. Metí un poco la mano dentro del interior de ese pescado y pude agarrar algo de alimento que había comido. Para mi sorpresa, saqué mi mano ahora tintada por un color rojizo oscuro, casi granate, agarrando lo que parecía ser un trozo pequeño de carne, pegado a algo parecido a una uña. Me llevé la mano que todavía tenía limpia a la boca, intentando retener toda aquella comida que había tragado el día anterior. Pero creo que por unos cuantos minutos resultó inútil. Cuando todo aquello acabó, fui corriendo al cuarto de baño a lavarme la mano, para poder limpiar con facilidad todo aquel estropicio. Me quedé mirando en silencio aquel pescado, en el que ya se habían posado tres moscas. Ya un poco más despejado, decidí volver a ir de nuevo. Cogí mis cañas de pescar y me volví a dirigir a aquella playa.

 

Todavía me acuerdo cuando mi padre me llevaba a pescar a esa misma playa. Él, era también un policía, y trabajaba casi todos los días al completo –por no decir que vivía en la comisaría-, pero cuando tenía días libres, lo primero que hacía era llevarme a pescar y pasar tiempo conmigo. Mi padre siempre había sido lo más grande del mundo para mí. Además, desde bien pequeño que siempre quise ser como él. No sé si por el hecho de ser un policía destacado, o por el hecho de que creía que era el mejor padre del mundo. Yo, de él solo heredé la afición por las artes criminalísticas y militares, y la adicción al alcohol. Mi padre murió cuando yo tenía 16 años a causa de un coma etílico, y eso sí que no quería heredarlo yo. Quitando todos los dramas, mi infancia había sido increíblemente buena gracias a mi padre. Me acuerdo, que siempre me dijo que en el mar calmado, todos éramos capitanes. Nunca entendí a qué se refería, pero cuando me hice algo más mayor y maduré, pude entender que se refería a que en esta vida nunca hay que ponerse por delante de nadie, ni creerse mejor que nadie, porque luego, al fin y al cabo, todos descubren quien eres, y lo comparan con quien fingías ser. En realidad, nunca supe si aquello que yo pesaba sobre lo que me decía era cierto, pues nunca había oído esa frase en otras bocas. Ahora, puedo entender que eso mismo, lo que mi padre decía, yo lo había cumplido. Aquel día, en aquella misma hora, no supe salvar a aquella niña. Me creí capitán, en un mar que parecía estar muy calmado. Creía que podía controlar la situación, con demasiadas cervezas de más, pero fue inútil. Resulta bastante curioso que me lamente de aquel día a cada segundo que pase, pero que no pueda remediar la condición en la que estoy, que hizo maldito aquel mismo momento.

 

Planté la caña en la arena, después de tirar el anzuelo al mar, pero cuando levanté mi mirada hacia el mar y sus olas, me di cuenta de que era inútil pescar peces con una caña de pescar, ya que había una abundante masa de peces al parecer muertos, que se dirigían con cada ola a la costa. Una ola rompió contra la arena y un montón de peces que no nadaban ni se movían se pararon en mis pies. El olor –de nuevo- a pescado podrido llenó la costa, y retiré mi caña de pescar sin nada más que añadir. Paseé un poco a lo largo de la arena, para ver si había más zonas con todo este rastro de peces, pero al parecer solo había 2 o 3. No había nadie en la playa con quien pudiera hablar de lo que estaba ocurriendo, pero fue entonces cuando mi mano dio a parar con el móvil que tenía en mi bolsillo derecho. Lo saqué de inmediato y recordé casi por suerte el número del marido de mi prima por parte de madre, Javier, que hace algunos años hizo un master en biología marina. Lo llamé temblando y a la velocidad del viento. Pero por desgracia, el biólogo marino no estaba despierto a las ocho de la mañana. Joder, pensé.



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En el texto hay: asesinato, arrepentimiento, peces

Editado: 13.09.2018

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