No logré sosegar los latidos de mi corazón sumergida bajo el agua. Poco a poco conseguí dejar mi mente en blanco y, al cabo de un rato, fui entrando en trance, entrando en un confuso océano de sentimientos que albergaban en mi interior.
Me encontraba dentro de su furgoneta, en el asiento del copiloto. Supuse que, después de que me atrapara en contra de mi voluntad muchos años atrás, tuvo que deshacerse de su furgoneta blanca antigua. La nueva tenía un tono gris oscuro modesto. A fin de cuentas, todo el mundo tenía una furgoneta blanca en Minnesota, y era extremadamente improbable que justo dieran con la que era de su propiedad, pero era tan desconfiado y paranoico que deshacerse de ella había formado parte de sus prioridades primordiales. También esa era la razón por la que nos habíamos alejado tanto de Minnesota para una revisión médica. Tenía un par de días con una sensación extraña en mi pecho y todo empezó desde que Erik me pidió que hiciera cosas que yo no quería hacer. Me gritó y me lanzó contra el suelo. Después de ese momento, no soportaba la falta de aire y la arritmia de mis palpitaciones, algo me oprimía el pecho. Tuve que pedirle ayuda, a pesar de estar totalmente en contra de hacerlo. Con frecuencia me aterraba pedirle cualquier cosa.
Era la primera vez que salía en años y cualquiera que nos viera diría que éramos padre e hija. No había nada extraño en nosotros. Ese día me obligó a salir de casa con unos pantalones holgados y una gorra con el cabello recogido dentro de ella y así aparentar ser otra persona.
La furgoneta se agitaba de un lado a otro con suavidad en la carretera, a Erik no le convenía llamar demasiado la atención teniendo consigo a la chica que había secuestrado siete años atrás. Dejé que el tráfico pasara a nuestros costados sin pedir ayuda, imaginando que con el mínimo movimiento absurdo que hiciera, Erik se enfadaría y se le soltaría la mano, entonces estaría muerta. El hombre siempre lo tuvo fácil conmigo. Él media 1,78 metros aproximadamente, yo sólo 1,62. Era delgada y no demasiado ágil. Quería correr y gritar sobre el asfalto que yo era Cassandra Williams, secuestrada, humillada y ultrajada por el hombre que conducía aquella furgoneta gris oscuro. Veía a la gente caminar a su paso y me hacía ilusión pensar que una de esas personas sería yo, con una mochila colgada al descuido sobre mi hombro y mi destino sería la escuela, pero luego imaginé que jamás encajaría en aquel estándar. Había salido de ese lugar por primera vez en mucho tiempo, pero aún no estaba en libertad.
Erik encendió un cigarrillo y le dio una calada. Supe que estaba nervioso por la forma en que respiraba y movía las manos. Tuvo que bajar la ventanilla para que el humo saliera. Estaba cansada del olor putrefacto del cigarrillo, pegado en su pelo, en su ropa, en su cuerpo y asquerosamente... en el mío. Tenía el aspecto de un joven profesor universitario, con la barba poblada y melena algo larga, como salido de la época de los 60's.
El viaje se estaba alargando más de lo que me esperaba, tanto que habíamos pasado unas dos horas de camino. Estábamos lejos de casa, si es que a eso se le puede llamar casa.
Un letrero apareció en a la orilla de la carretera:
Bienvenidos a Minneapolis.
Entramos por unas calles muy angostas y el barrio se veía bastante solitario. Llegamos a un hospital de pocos pisos, aparcamos la furgoneta y salimos rumbo a la entrada principal. Me quité la gorra y mi cabello largo se deslizó por mis hombros, me dolía la cabeza y no soportaba tener algo presionándola. Erik estuvo a punto de decir algo al respecto cuando alguien se acercó a hablarnos, así que tuvo que callar. Las puertas del hospital se abrieron automáticamente y entramos.
Llegamos campantes al área de emergencias. No había demasiada gente, por lo que nos atendieron relativamente rápido. Yo no respondía preguntas, Erik era quien lo hacía, incluso dio nombres falsos para ambos. Él quería salir rápido de la situación, que revisaran qué era lo que pasaba con mi corazón y huir de allí.
El enfermero que nos atendió hizo que entráramos a un consultorio a esperar a que la especialista bajara a verme. La puerta se abrió después de unos minutos y una señora de unos sesenta años entró seguido de una chica rubia que reconocí de inmediato.
Ella había dejado de respirar, sus ojos castaños me fulminaron y yo abrí mis ojos como platos. Allie me había reconocido, pero el hombre a quien yo le pertenecía seguía a mi lado y por lo visto no sabía que aquella chica era mi hermana.
Mi mundo se inmutó, un miedo que yo no podía entender me puso la piel de gallina. Enseguida intenté idear un plan, pero Allie me hizo entender con sus ojos que tenía que mantener la calma. Me hizo sentir aliviada y a la vez una ansiedad me comía los huesos. Ni siquiera recuerdo si la doctora me había saludado, o si yo dije alguna palabra. Tampoco recuerdo cuánto tiempo pasó desde que entraron al consultorio cerrando la puerta detrás de ellas. Todo se centraba en Allie.
No podía creer estar tan cerca de ella y no poder abrazarla, pero Allie tenía un punto que yo tal vez nunca pensé, ¿Y si Erik estaba armado? Nos podría poner en la peor situación a las tres dentro del pequeño consultorio.
De su bata sacó una libreta. En la portada pude ver que había una ilustración de un cocodrilo. Ella disimuladamente escribía en sus hojas mientras la doctora especialista nos entrevistaba y me examinaba. Juro que estuve a punto de llorar y de gritar, pero algo lo impidió: Cobardía.
Mi mundo volvió a tener sonido cuando la doctora me pidió que me quitara el sweater. De inmediato pensé en los moretones que Erik me había hecho unas semanas atrás, pero cuando removí la prenda, me di cuenta de que ya habían desaparecido. No había ni un indicio para que la doctora sospechara algo extraño. Vi que Allie palidecía y casi se desmayaba cuando la doctora le pidió que se acercara a verme y amablemente le pidió que escuchara mi corazón con su estetoscopio. Sus manos frías me hicieron estremecer y por un momento se quedó allí escuchando mis latidos, como si no quisiera dejar de hacerlo nunca. Se alejó disimuladamente tratando de volver a su papel y le dedicó unas palabras a la doctora sobre cómo se sentían mis palpitaciones.