Oír la risa de James era bastante alentador. Pude ver que se formaban dos hoyuelos en sus mejillas, y le daba un aspecto más inocente. Su cabello estaba desordenado, y en su ropa predominaba el negro: camiseta de manga corta negra, chupa de cuero negra, vaqueros ajustados negros y zapatos de color blanco. No había ningún atisbo de color en su ropaje y eso me puso triste. Mi madre solía decir que la ropa era un reflejo de cómo nos sentíamos, y en esos momentos sabía que tenía razón. A diferencia de él, parecía que a mí me había vomitado un hada. Mi camiseta era de un color amarillo chillón de tirantes, con unos vaqueros negros y mis botas blancas. Mi pelo estaba recogido en un desordenado moño, y la chaqueta que descansaba en el respaldo de la silla donde me sentaba era blanca.
Vi cómo se quitó las lágrimas que salían de sus ojos; al parecer, la historia que le había contado había causado el efecto deseado: que se riera. Me gustaba su risa, era suave y profunda, melódica, de esas que no te cansas de escuchar. Debería reírse más a menudo, pensé, porque era verdad. Eran de las pocas risas que no me dañaban en los oídos; era celestial. Además, en esos momentos pude ver que estaba cómodo. Su cuerpo no estaba tenso y se había reclinado un poco en su silla, lo que me dio a entender que no estaba a la defensiva.
En nuestra mesa descansaban dos enormes copas de distintos sabores. La mía era una mezcla de fresa, menta y chocolate, mientras él se había decantado por una copa de helado de tres chocolates. Por lo que me había contado, le fascinaba el chocolate y eso solo hacía que lo viera más adorable. El establecimiento era bonito. Las paredes eran de un rosa pastel y el suelo de madera blanca. Las mesas tenían distintos colores; donde estábamos sentados era azul pastel, con sillas blancas. Había pequeños cuadros de helados, cada cual más bonito que el anterior. La barra era de color rosa, al igual que las paredes, y detrás de ella estaba la carta con todos los helados y combinaciones posibles. Me gustaba este sitio. No estaba alborotado de personas y hacía que, al menos, estuviéramos más tranquilos en nuestra salida; al menos, James no tendría que soportar las miradas prejuiciosas o la indiferencia en los ojos de las personas que salían cada vez que lo veían.
Era extraño que no se dieran cuenta de lo roto que estaba. No necesitaba que me lo dijera para yo notarlo; mi madre nos solía decir que, al parecer, las dos habíamos adquirido un don que pocas personas tienen: la observación.
—Espera un segundo, hulka —se limpió de nuevo las lágrimas que salían de sus ojos—. ¿Tu madre se dedicó a daros una charla de sexo porque vio una revista que tu amigo, del cual soy fan, te las dio para que se la guardaras? —de nuevo se rió.
Vale, hay que decir que en realidad la cosa fue más surrealista. Mi madre se dirigió a mi cuarto a dejar la ropa que había lavado. Yo, tonta de mí, pensé que no vería las revistas que estaban sobre la mesita. ¿Por qué? No lo sé, quizás en mi mente pensaba que mi madre, la persona más observadora de este planeta, hubiera pasado desapercibido un detalle tan insignificante como las revistas. Pero no, porque a Alma Smith no se le escapaba nada.
—Sí, fue un momento extraño. Mi hermana Mariam después le dio otra charla a mi madre, la cual no paró de hacerle preguntas como: “¿Cómo se hace esto?” “¿A ti te dolió?” Porque ella desconocía eso, así que tomó nota —dije un poco ruborizada.
—¡No! —se rió de nuevo.
—Que sepas que tienes a una madre muy guay —sonreí; sí, lo era. Sabía cuándo tenía que ser madre, cuándo tenía que ser amiga.
Mi madre nunca nos había hecho sentir que el sexo era una palabra tabú o que no se pudiera mencionar; todo lo contrario. Desde que entramos en la adolescencia, nos empezó a explicar las consecuencias del sexo sin protección, de las enfermedades, e incluso le compró las pastillas a mi hermana para prevenir embarazos. Ella nunca nos había limitado en ese tema; irónico, porque, a pesar de que mi casa era un lugar normal, yo era la única virgen de esa casa.
—¿Cómo se llama tu madre? —preguntó con una sonrisa de oreja a oreja.
—Se llama Alma Smith, o mejor dicho, Doctora Smith. Es psicóloga —dije tomándome una cucharada de mi helado.
—Es bonito el nombre —confesó; le devolví la sonrisa.
—Sí, a mi abuela le gusta todo lo espiritual, y eso se lo pasó a mi madre, y ella a nosotras —cogí el collar que tenía en el cuello y lo enseñé: era un ojo de tigre.
Él se quedó mirando la piedra amarilla y marrón, como fascinado. Según me había dicho mi madre, nadie podía tocar esta piedra, solo yo, porque así no se pasaban las malas energías. Y sí, aunque me cueste admitirlo, yo creo en todo eso. ¿Cómo no hacerlo si has vivido con ello?
—¿Y tú crees en eso? —preguntó alzando una ceja.
—Sí. ¿Cómo no creerlo cuando te lo han enseñado de pequeña? —me reí—. Además, imagínate esto —coloqué los objetos que estaban en la mesa.
—Ilumíname, pequeña hulka —ladeé la cabeza.
—Viene un paciente —usé el servilletero—. Él entra en la consulta, le cuenta su vida a mi madre. Después se va y mi madre... —cogí mi cucharilla, colocándola de pie, empiezo a hacer que se mueve, de nuevo la risa de James—. Mi madre cogiendo sus cosas místicas para espantar a las malas energías —y lo hago más dramático, fingiendo dramatismo.
—¡¿No jodas?! —de nuevo empezó a carcajearse.