Estos tipos sí que corrían rápido. Siendo humano no los hubiera alcanzado jamás, pero siendo un lobizón podía seguirles el ritmo... apenas.
«Quién hubiera dicho que los duendes eran tan veloces» pensé viendo a Maitei esquivar con gracia las ramas de los sauces y las raíces de los árboles que aparecían de la nada. Los movimientos de Rodrigo eran más toscos, pero corría con la seguridad y la velocidad de un toro. Aunque no estaba muy seguro qué era él exactamente.
—Rod es un cíclope —respondió Maitei.
Si un perro pudiera sonrojarse, yo lo hubiera hecho al darme cuenta de que ellos habían escuchados mis pensamientos. Pero tampoco pude sentir mucha vergüenza porque casi me tropiezo con mis patas al escuchar la respuesta de Maitei.
«¿Un cíclope? Pero tus ojos...»
—Es un espejismo. Algo así como un camuflaje mágico, una ilusión óptica —contestó amablemente Rodrigo esquivando unos arbustos.
—Este sí que está desentendido del Mundo Arcano —se lamentó Maitei rodando los ojos—. No te preocupes, lobito. Cuando acabemos con esto, tendrás una clase de mitología con el Tío Maitei.
Mi hocico hizo una mueca ante la idea de tener que pasar tiempo con este duende medio loco. Sin dudas él y Nara eran igual de fastidiosos.
«Tal para cual» me dije.
Pero pensar en ellos dos hizo que piense en Sofi. Estaba realmente preocupado por ella. Aunque ahora ella estaba en la camioneta junto con mi hermana, Lucas y el otro Centinela, Yemelyan, cuidándolos. Me había costado un ojo de la cara hacerlos levantar el campamento y mandarlos a casa. Rodrigo tuvo que ordenarle a Yemelyan que los lleve a toda costa, a la rastra si era necesario. Y yo tuve que usar toda mi fuerza de voluntad para no agarrarlos como lo hacen las perras con sus cachorros y tirarlos a la caja de Ramona. ¿A caso nunca entendería que había cosas en los que ellos no podrían seguirme? Esto era demasiado peligroso para ello. Incluso el que yo vaya era un riesgo. Yo era un novato en esto de ser lobizón y me había salvado de esas peleas con esos vampiros y cazadores por pura suerte, y porque hubo gente que me ayudó. Pero ahora debía ir por Alfonsina. Ella fue la primera arcana en ayudarme. Y yo era el único amigo que tenía aquí. Me prometí devolverle el favor y eso haría.
Con ese pensamiento, aceleré el paso y me puse a la delantera, guiando a los demás.
Aunque sabía el camino hacia ese claro del este, no era necesario. El olor a la sangre de Alfonsina era como una flecha de neón que me indicaba hacia dónde ir. El aire estaba impregnado con el aroma a sangre, jazmín y ese perfume único de los vampiros, similar al de un gato.
«A este paso, estaríamos allí en unos segundo» me dije. «Llegaríamos a tiempo. Llegaríamos antes de que ella muera desangrada. Lo haríamos...»
—Descuida, Nahuel —dijo Rodrigo con una sonrisa amable. Era raro como un tipo tan enorme podía verse tan simpático y correr tan grácilmente entre los árboles—. La rescataremos.
Mi olfato nos llevó hasta un claro. Un semicírculo a la orilla del arroyo rodeado por sauces llorones, aromos y ceibos cuyas flores parecían enormes gotas de sangre. Un inesperado suspiro se escapó de mi hocico. Por un momento temí que fuera el mismo claro de mis sueños de los últimos días. Pero aquel tenía árboles más altos y estaba cubierto de nieve. Lo único que compartían ambos lugares, el real y el onírico, era la enorme luna llena sobre nuestras cabezas que hacía destellar las gotas de rocío sobre el pasto. Y la chica inconsciente, claro.
Alfonsina estaba ahí. Atada a un viejo sauce.
Estaba inconsciente, fatalmente pálida, cubierta de tierra y sangre, llena de moretones negros y heridas que comenzaban a cicatrizar.
Hijos de... ¿Cuánta sangre le habían hecho perder a causa de esas cortadas?
Sin pensarlo dos veces, corrí hasta ella.
«Alfonsina... ¡Alfonsina!»
Sin esperar una respuesta, comencé a mordisquear los cables que la ataban, ignorando el ardor en mi boca. Eran duros, pero mis caninos lo era aún más.
—¿Soy yo o esto se ve demasiado fácil? —comentó Maitei, recorriendo el claro con sus ojos de zorro como si fueran un par de escáner—. No me gustan las cosas demasiado fáciles.
—A mí no me gusta darte la razón, pero la tenés —agregó Rodrigo, ayudándome con los cables—. Mejor vayámosno rápido.
Ya habíamos terminado de desatar a Alfonsina, cuando ella pareció despertar.
«Alfonsina... Soy yo, Nahuel» le dije, esperando que mi voz suene calmada y amable dentro de su cabeza.
—¿Nahuel? —susurró, y, a pesar de estar tan pálida y débil, su voz seguía siendo tan dulce, grave y orgullosa como lo recordaba.
«¿Te acordás de mí? Me ayudaste el mes pasado» dije, con algo de apuro en mi voz. Maitei tenía razón, esto se veía muy sospechoso. Lo mejor era irnos cuanto antes. «Te vamos sacar de acá. Estás muy débil. Te conseguiremos algo de sangre y te pondrás mejor.»
—Nahuel...
«Sí, estoy acá.»
—No —susurró y sus párpados revolotearon con somnolencia—. No...
«Soy yo, tu amigo.»
No sabía si aún estaba perdida en la tortura que le estaban infringiendo esos nocturnos o le perturbaba la presencia de los Centinelas. Porque, a pesar que apenas podía moverse, hacía un esfuerzo por estar erguida.
—An... Andate.
«¿Qué estás loca?» casi grité dentro de su mente. ¿En qué estaba pensando? «Te vamos a llevar. Los Nocturnos ya se fueron. Estás a salvo, ahora» esperaba sonar más convincente de lo que me sentía.
—Nahuel... ándate —seguía murmurando Alfonsina. Quizás estaba delirando por la falta de sangre—.Es...
«Rodrigo, ayudame.»
El Centinela no esperó a que se lo pida dos veces. Vino hacia nosotros y tomó a Alfonsina en sus brazos. Ella se veía tan pequeña e indefensa en con los enormes bíceps del cíclope a su alrededor, más amigables que los cables que la envolvían hasta hace un momento.
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Editado: 11.11.2020