Y allí estábamos ambos. Tomados de las manos sentados sobre una manta de cuadros con una vieja canasta de picnic al lado mirando fijamente el cielo. En espera de nuestro momento. De nuestra primera cita. El comienzo de una posible tradición.
La primera estrella fue la más hermosa. Apreté su mano en la mía. Me miró. Su sonrisa fue más hermosa que la estrella.
- ¿No pedirás un deseo? - le pregunté abrumada por todo lo que me hacía sentir un simple gesto suyo.
- No. Todo lo que quiero ya lo tengo. - la seguridad en su voz me hizo sonreír. Me giré hacia él y uní sus labios con los míos.
¿Cuándo lo besaría y dejaría de sentir que todo mi mundo explotaba? Creo que eso nunca sería posible.
Entonces empezaron a caer. Una y otra y otra más. Y volví a pensar que podía atraparlas en mis manos. ¡Tenía tantas ganas de estirar los brazos y ver si podía tocarlas!
Leo me envolvió en sus brazos. Me sentía en casa. El brillo de fuego de las estrellas me lo recordaron. Alcé la mirada para ver si seguía ahí o se había marchado con ellas, como la estrella que parecía.
Y mientras las estrellas de fuego caían a mi alrededor el cabello de Leo, deslumbrante y cobrizo, emitió una chispa del mismo color. Entonces, con certeza, lo supe.
Ahí estaba mi chico hecho de estrellas. Yo también tenía todo lo que necesitaba. Entonces volvió a mirarme como si supiera que estaba pensando y dijo con total sinceridad y un tono de voz tan lleno de amor que me estremecí:
- Tu y yo somos eternos. Somos eternos como la luz de estrellas.
Leónidas. Por Leo. Mi Leo. Mi chico que nació de las constelaciones.
Mi alma gemela.