Un Range Rover Discovery blanco se detuvo frente al Hillside Hotel de Nueva York, y antes de que el chofer diera la vuelta para abrir la puerta trasera, ésta se abrió.
Contra la noche oscura, se vio recortada la silueta de un hombre alto y atractivo que miraba algo en sus manos. Era Christopher Rutherford, que le echaba malos ojos a sus lentes. Estaban rotos. En el aeropuerto, se habían caído mientras los limpiaba, y una horda de niños arrastrando maletas con motivos escolares le había pasado por encima.
Tenía miopía, necesitaba lentes si quería andar por allí sin tropezar con la gente o los muebles, de modo que estaba un poco molesto.
—Ahora mismo llamaré a Katie para que te consiga un par nuevo —dijo Jack Olson, su guardaespaldas y chofer, mirando a su jefe y amigo contrariado. Sentía que era su culpa que sus lentes se hubiesen dañado.
—Katie debe estar durmiendo, déjala en paz.
—Pero tú…
—Tengo un par en mi habitación —le dijo guardando las gafas estropeadas en su estuche y caminando hacia la entrada del hotel—. No es para tanto. Sólo siento que debo caminar con más cuidado mientras subo—. Olson sonrió agradeciendo que Christopher siempre estuviera de buen humor. Era el niño rico más agradable con el que había trabajado nunca, y por eso se había convertido también en su amigo. Otro, en su lugar, lo habría responsabilizado por perder sus lentes, y lo habría obligado a obtener un par nuevo en tiempo récord.
Christopher Rutherford, aunque podía, nunca hacía peticiones tan excéntricas o denigrantes; por lo general era pacífico, empático, y siempre estaba velando por el bienestar de sus empleados, cuando lo que él había visto es que eran los empleados los que tenían que velar por el bienestar de su jefe.
Este chico era una joya, y por eso mismo se esmeraba en que estuviera bien, cómodo, feliz. Había empezado a trabajar para él a través de una agencia, y en una ocasión estuvieron a punto de sancionarlo por algo injusto. Christopher le pidió que renunciara y pasara a trabajar directamente para él. Jack, Olson, sin pensarlo dos veces, aceptó.
Desde entonces estaban juntos. En los últimos años, Christopher había cambiado de país de residencia varias veces, y se temía que en los próximos seguiría haciéndolo, por lo que sus empleados más cercanos se habían convertido en su familia, cuidándose entre ellos, y Christopher era una especie de patriarca.
Katie era su asistente personal, el esposo de ésta, un asesor jurídico y financiero. Él, su guardaespaldas y chofer. Los tres eran una especie de séquito que lo acompañaban allá donde fuera, y en el trabajo eran un equipo imparable.
Sin embargo, de los tres, él era probablemente el que pasaba más tiempo junto al jefe. Siempre se hospedaban en el mismo hotel, por su seguridad; practicaban juntos las artes marciales, y en poco tiempo había subido de rango en el Krav maga, un arte marcial centrado en la defensa propia, aunque a veces peligroso, pero oportuno para alguien como él. Lo llevaba y lo traía a donde necesitara, y nunca lo perdía de vista.
Cuando tomaba vacaciones, lo encomendaba a alguien muy cercano, pero ya sentía que esto no era su trabajo, sino su vida, y hasta ahora se sentía bien con eso.
Sacó del maletero el equipaje y caminó tras Christopher, que avanzaba al interior del hotel.
Odiando sentirse vulnerable por su baja visión, Christopher avanzó hacia la recepción saludando a Henry Watts, y a Logan Barnes, que estaban detrás de la recepción. El uno era un hombre mayor que llevaba trabajando en el Hillside Hotel toda su vida y ocupaba un alto cargo, casi lo había visto crecer y lo consideraba parte de su familia, mientras el otro era relativamente nuevo y acababa de terminar su entrenamiento, pero sabía bien quién era él y cómo debía tratarlo.
—Bienvenido a casa, señor —saludó Henry con una sonrisa afable, que Christopher devolvió con alegría.
—¿Cómo te van las cosas, Henry?
—No puedo quejarme.
—¿Cómo está la hermosa Renee? —preguntó Christopher refiriéndose a la esposa de Henry.
—Molesta porque no te ha visto en años. Siempre pregunta por ti, y siempre le digo que ya no vives en Nueva York—. Christopher iba a contestar algo, pero entonces vio a Joyce salir de los ascensores.
Llevaba su cabello oscuro largo, y lucía un vestido azul muy corto. El abrigo negro lo llevaba sobre los hombros, y caminaba con paso elástico, como si todo aquí le perteneciera.
Su corazón se movió emocionado por verla, pero al instante, se preguntó qué hacía ella aquí a estas horas de la noche. ¿Había venido a verse con alguien?
El Hillside Hotel no era un hotel de paso, ni uno de esos donde las parejas pasaban unas pocas horas y ya, pero era sabido que aquí venían los ricos a pasarlo bien con compañía femenina de vez en cuando.
Ella pasó cerca, pero no lo vio, y no pudiendo soportarlo más, Christopher se encaminó a ella y le tocó el hombro
—¡Joyce! —saludó, pero cuando la mujer dio la vuelta, se dio cuenta de que había cometido un error. Esta no era Joyce.
Era una mujer muy parecida, el mismo cabello y forma del rostro, el mismo color de ojos, pero había algo muy distinto. Tal vez era la forma como miraba, el arco de sus labios, la forma del hueco de su garganta, no lo sabía, pero no era Joyce. Y además, ahora que lo notaba, Joyce era más baja.