Adrián dio unos pasos hacia la puerta, mareado y aturdido. Se apoyó contra la puerta y encendió la luz de la entrada. Su vista aún estaba nublada cuando se asomó a la pequeña ventana que daba a la calle. Algo se movía entre los arbustos del patio delantero. Su familia no tenía mascotas así si había allí algún animal, debía pertenecerle a alguno de los vecinos. También podía tratarse de un perro callejero pidiendo comida en medio de la noche. Sacó el celular del bolsillo para ver la hora, faltaban quince minutos para las nueve de la noche. Sus padres solían llegar del trabajo a la hora de la cena, si es que algo no los demoraba a último momento en la clínica. Adrián se asomó otra vez a la ventana. No había nadie en el sendero de entrada ni en la puerta, pero alcanzaba a distinguir movimiento detrás de los árboles. Una forma blancuzca se agazapaba cerca del piso y parecía estar escarbando en la tierra. Al parecer tenía razón, era solo un perro travieso haciendo de las suyas en su jardín frontal. Adrián abrió la puerta, la dejó abierta y se acercó resoplando con alivio.
Oculto entre las sombras estaba Toby, el perro de raza bichón frissé del vecino. Lo conocía de toda la vida y el animal lo conocía a él, pero a pesar de eso la adorable criaturita de aspecto ovejuno comenzó a gruñir con furia ante su presencia. Adrián se sorprendió pero demostró calma. Se acercó despacio mientras lo llamaba por su nombre. El animal saltó hacia adelante ladrando a todo volumen, obligándolo a retroceder unos pasos. La luz de la calle iluminó su hocico, teñido de rojo y goteando. Adrián dio un respingo. La llave de su casa se le resbaló entre los dedos y cayó sobre las lajas del sendero haciendo un estruendo. El perro se distrajo con el ruido y retrocedió, extendiendo las orejas. De pronto emitió un quejido lastimero y luego se largó a correr con desesperación hacia la calle, donde la blancura de su pelaje se desvaneció en la oscuridad.
Adrián trastabilló mientras recogía sus llaves, pensando en la extraña reacción de Toby y su hocico sangriento. Quizás lo había sorprendido mientras enterraba un pájaro muerto o algún trozo de carne cruda robado. Quizás solo estaba defendiendo su comida. Era una explicación plausible, pero Adrián aún sentía latir su corazón inquieto y sus nervios habían quedado en estado de alerta. Algo no estaba bien. Sacó su celular y activó la función linterna. Si lograba descubrir que era lo que había estado haciendo Toby entre los árboles quizás pudiera explicar esa reacción tan violenta. Se acercó con cuidado, la tierra estaba revuelta y parecía haber algo allí entre las raíces. El perro había excavado un pozo de gran tamaño, del que se asomaba algo de color claro. Adrián se aproximó para iluminar mejor la escena y lo que vio lo paralizó en el acto. En el agujero había un cuerpo. Era el pequeño cuerpo de una niña de no más de cinco años. Su cabello era muy claro, sus cejas y sus pestañas también. Se hallaba desnuda y cubierta de sangre, oscura y coagulada en partes. Su cuerpo mostraba signos de tortura, alguien había tallado símbolos en su pecho y manos con un elemento cortante. Adrián sintió que iba a vomitar y un grito se ahogó en su garganta. En ese momento la niña se movió. Sus gigantes ojos azules se fijaron en el cielo. Susurró una sola palabra en la quietud de la noche.
Mami…
Adrián retrocedió, espantado. Chocó contra el tronco de un árbol en su retroceso y su instinto de huida se activó. Se golpeó el hombro contra el tronco y perdió el equilibrio. El impacto lo hizo soltar lo que llevaba en las manos y Adrián aceleró su carrera desesperada hacia la casa. Cuando logró entrar por fin cerró la puerta de un golpe y encendió todas las luces de la casa. La adrenalina lo hacía correr de un lado al otro como un animal acorralado. ¿Qué debía hacer? Debía pedir ayuda, llamar a alguien. Debía llamar a la policía. Debía hacer algo de inmediato, la niña estaba viva aún. En ese momento se dio cuenta de que no tenía su celular en el bolsillo y maldijo en voz alta: lo había soltado ahí afuera, junto con sus llaves.
Si bien tenían un teléfono de línea fija en la casa, el aparato había dejado de funcionar hacía una semana y aún no habían venido los técnicos a repararlo. Como lo más habitual para la familia era comunicarse por mensajes de texto, nadie lo extrañaba en verdad. Adrián corrió hasta el aparato y levantó el tubo, pero la línea seguía muerta. En este punto comenzó a dudar de lo que había visto. Había reconocido a la niña. ¿Cómo había podido reconocerla? ¿Acaso era la hija de algún vecino? ¿Quién era?. Adrián soltó el teléfono y volvió a asomarse por la ventana. No podía confiar en sí mismo. Quizás había alucinado todo el episodio. ¿Y si aún seguía soñando? Miró hacia el sillón, esperando verse a sí mismo aún dormido sobre él. No sería la primera vez, pero en esta ocasión el sillón estaba vacío.
Adrián repasó el protocolo de siempre. Observó a su alrededor y palpó su cuerpo hasta reconocer más allá de toda duda de que se hallaba despierto por completo. Lo único que debía hacer ahora era controlar su miedo, recuperar su celular y sus llaves y asegurarse de que lo que había visto aún continuaba allí. Pero antes de salir, necesitaba algo que lo hiciera sentir más seguro. Corrió hacia el cuarto de David. Detrás de una pila de cajas de cartón cerradas Adrián encontró un bate de baseball metálico cubierto de stickers. No tenía idea de qué le podía servir un bate en esta situación, pero necesitaba sentirse capaz de defenderse. Luego de un rato de darse coraje, salió de la casa con una linterna en una mano y el bate en la otra. Dejó la puerta abierta de nuevo ya que no tenía forma de entrar otra vez sin sus llaves.
Se acercó al árbol con precaución, rodeando el tronco lentamente mientras lo iluminaba desde todos los ángulos posibles. En el silencio nocturno lo único que alcanzó a oír fue el susurro del viento a través de un puñado de hojas otoñales que se aferraban, tenaces, a las ramas desnudas. Conteniendo la respiración, dirigió la linterna hacia las raíces.