El reloj sonaba al moverse el segundero. Aquel tic tac se podía percibir por toda aquella aula de paredes blancas. Los asientos con paleta estaban disparejos, haciéndose ver cercanos las filas y otros muy alejados. En temporadas de exámenes preliminares, los días de escuela se volvían aburridos, bueno, aunque casi siempre eran así.
Estaba fastidiada. Los temas eran fáciles de entender, de hecho, no tenía problema por ello. Pero en las dos siguientes horas, la profesora Constanza nos dejaba el aula para repasar los temas vistos. Tomé el lápiz y me puse a dibujar un ojo en la orilla del cuaderno.
«Al carajo» pensé.
No podía quedarme un rato más. Me levanté del asiento, y me dispuse salir con cautela, mientras los otros estaban atentos a sus libros.
Una voz ronca se dirigió a mí.
—Lena, ¿Dónde vas? —Era Marín. La alumna mas diligente del aula. Aunque yo le decía el mini demonio. Era la representante del grupo y la porta vocera de la profesora Constanza. Era bajita y delgada, de cabello grueso y largo de color castaño con perfectos rulos acomodados en una coleta en juego con un gran moño de color negro. El uniforme perfectamente llevado, con un porte recto de superioridad.
—Yo voy al baño—respondí hostilmente—¿No puedo hacer pipí?
Marín devolvió la vista hacia sus apuntes correctamente marcados con resaltadores pasteles. Con una faz solemne, solo respondió.
—Adelante.
Abrí la puerta de madera pintada de blanco. El pasillo era largo, y mas cuando este se encontraba vacío. Sin embargo, era normal, la mayoría solía estar en biblioteca o en sus salones de clases. Los profesores habían cambiado su forma de enseñar. Cuando era de primer año a nadie le importaba estudiar, o, mejor dicho, no aprender de ese modo. Y bueno, para mi no era la manera de educarse. Así que estudié a escapar de esta condenación.
Tomé la entrada por la cancha de basquetbol, que daba la salida hacia el campo de futbol. Había llovido. El campo se encontraba con grandes charcos de agua, provocando aquella masa de tierra en la superficie.
Mi coleta rojiza se movía al par de cuando corría por aquel campo de lodo. Mis pies se movían por el pasto húmedo, haciendo que mis zapatos negros junto con las calcetas provocaran ensuciarse de lodo, y con esto, se pegaran pedazos de pasto levantados por el movimiento de pequeños brincos, al evitar ensuciarme más de lo que ya estaba, de todos modos, eso fue innecesario. Me había sacado la camisa azul celeste del uniforme, de la falda marrón, ya que este inhabilitaba hacer movimientos rápidos.
Mis ojos marrones impregnaban felicidad de la libertad de aquella cárcel. En mi archivo escolar se encontraba abundantemente saturada sobre los numerosos reportes que había conseguido a mediados de primer año y un poco de la segunda. Los profesores solían estar al pendiente cada segundo de mí, pero en el momento que se desviaran a otros asuntos, huía.
Me dirigí a encontrar a mis únicos mejores amigos: Berto y Elio.
A lado de la preparatoria, se encontraba una casa antigua hecha de madera, abandonada y desterrada alrededor de árboles y con enredaderas largas. Lo único que dividía esa zona, era un gran muro de concreto con agujeros en su interior cómodos para escaparse. Esa casa, quizás, había sido una de las primeras viviendas que se construyó en el pueblo, por las fachas y las decoraciones que aún guardaba en el interior. Las paredes estaban llenas de moho por la humedad que se impregnaba ahí; las ventanas de madera estaban rotos y algunos ni cristales tenían; la puerta ni existía, y muchos animales como los conejos, ya habían hecho parte de su hogar en las esquinas.
Caminé por aquella vereda de piedras en vía. Mientras más me acercaba, pude observarlos. El par de chicos llevaban latas de cerveza en sus manos. El mas alto, y con sus ojos almendrados, sonrió al verme.
—¿Dónde está mi amiga? — dijo un chico de cabello desteñido, era Berto. Llevaba en conjunto el mismo uniforme, excepto que el utilizaba un pantalón al juego.
—Aquí estoy, Berto — respondí, mientras tomaba una lata de cerveza que se encontraba en el suelo de madera, repleto de hojas de tonalidades naranjas y rojizas por el otoño.
Berto era uno de mis mejores amigos. Era un joven de 17 años, aunque faltaban tres meses para ser mayor de edad. Su cara era cuadrada con frente recta y despejada; una mandíbula ligeramente marcada, cutis firme y un poco pálido, pero por el frio las mejillas se tornaban de un rojo dándole un aspecto colorado.
Su cabello era grueso, liso y abundante, teñido de color rubio y de media extensión; nariz fina y alargada; labios delicados y delgados provocando que cuando sonriera fuera risueño. Corporalmente era delgado y alto, dándole un semblante alicaído.
Lo conocí cuando entré a la secundaria. Estaba perdida para llegar a clases, pero en uno de los pasillos encontré a un chico desalineado con la camisa de afuera. Delgado, espalda ancha y con cabello largo de color borgoña, alguien de un grado superior, ¿Quizás tercero? Me jugó una broma, haciéndome creer que las clases eran en un pequeño sótano, que pertenecía a una ambigua aula de música, pero por la existencia de ratas y animales que se arrastraban, tuvieron que cambiarlo de lugar, ¡Qué horror!