Érase hace mucho, en el Reino de Prigona, nuestra historia. Sin embargo, antes de confesárosla, os advierto que todo esto es tan real como el que lo estéis leyendo.
Cuenta el viento de la madrugada que en la corte de la Cofradía de Barkev todos los mercenarios se debatían la libertad de un loco, cuyas acusaciones hacia su persona presidían nefastos rumores que atentaban contra Valkyav, el Gran Dragón Dorado, la reencarnación de la deidad que todo el mapa veneraba.
—Debemos llevarlo a la ahorca porque no hay reino del cual exiliarle—dijo Ludcian, Líder de la Cofradía de Barkev, con una pequeña corte como testigo.
Eudor miró con pereza a los mercenarios que hablaban frente suyo en el estrado de la sala. Luego de haberle encadenado las manos y los pies con unos pesados grilletes de metal, lo habían dejado en medio del inmenso salón de mármol, siendo desnudado por la apremiante mirada de las frívolas figurillas de las ninfas guerreras junto a las despectivas y disgustadas miradas de los ciudadanos del Reino de Lephilyón.
Desde que lo habían golpeado hasta dejarlo inconsciente, lo único que recordaba era haber estado buscando desesperadamente a Ceel—su compañero— en medio de Rhodes, una antigua llanura donde habitaban algunos de Los Nueve Dragones, los cuales ya solo existían en una cuarentena prendida a la esperanza de que al menos Valkyav hubiese sobrevivido a las incontables guerras y cacerías. O al menos ello prometían los informantes de los Reyes de Prigona.
Eudor se concentró en enfocar el vago recuerdo que tenía antes de cerrar los ojos. Habían demasiados árboles como para ver a Ceel en cuanto cayó al suelo desde lo que le parecía ser el cielo, pero, una vez que se levantó de la húmeda tierra y volteó el rostro, solo había podido distinguir un cegador redondel de luz arriba suyo, casi como si fuera el hermano del sol, pero muchísimo más pequeño y frío. Desconcertantemente frío. Sin embargo, solo fue un segundo tan efímero como una oportunidad. Una oportunidad que vio escapársele de las manos. Cuando lo reconoció ya se había desvanecido y no era más que pequeñas motitas de polvo que flotaban a través de los rayos del sol que se colaban desde las copas de los árboles hasta su rostro. No recordaba por qué el Arco de Luz lo había engullido, pero sí el momento en que se encontraba con las mejillas pegadas al espeso y fresco césped, respirando para recobrar el aire tras una pesadilla de la que tampoco podía acordarse, calmando sus pulmones con la paz de los cánticos del bosque y los aromas silvestres. Entonces había cerrado los ojos como quien llega a un lugar seguro.
Fue un error.
En ese momento no se había preguntado quién era o cómo había llegado a los confines de la vida. Simplemente se había limitado a disfrutar de la paz que sentía y lo sumía en la somnolencia, pues, en ese preciso instante, cuando no sentía un peso sobre sus tristes hombros, cuando el pecho era vacío por falta de culpa y no de amor, donde sus párpados podían bajar sin tener que ver por entre las tupidas y precavidas pestañas a la defensiva, con el aroma del rocío haciéndole cosquillas en el cuello, las piernas y las manos, con el viento susurrándole que se quedara y que los pájaros lo nombraran con calma y melodía, en ese preciso instante... no necesitó preguntarse quién era. No era de ningún Reino pero sintió que todos eran suyos.
Sin embargo, aquello no perduró demasiado. En cuanto había comenzado a cantar una anticuada melodía de cuna, no distinguió en la bruma de sus tarareos violentas marchas de hombres, muchos de ellos, blandiendo espadas que en vez de alertarlo parecían dormirlo. Luego fue un peso enorme en un costado del cuerpo, un golpe que prontamente comenzó a quemarle abrasadoramente, aunque no emanaba sangre. Continuamente, muchos golpes lo despertaron así. Se sintió demasiado cansado como para defenderse. No quería abnegarse al dolor, pero todo el paraíso que había estado sintiendo lo destruyeron en tan solo un parpadeo. Entonces solo pudo abrazar el pánico, la impotencia y la maldita ignorancia junto a la desesperanza en una pesadilla que no recordaba.
Meneó la cabeza en un arrebato de enojo. Todavía podía seguir siendo un necio como para maltratarse con su propia voluntad. Bajó la vista hasta sus pies bajo la túnica. Estaba sentado, pero aun así sentía que las piernas no lo podían sostener.
Volvió a subir la vista hasta Ludcian y sus hombres. Discutían con muy mal genio. Las pobladas cejas parecían ser solo una cuando se miraban y se contra argumentaban. Eudor se preguntó qué les haría pensar que podían decidir sobre su vida. Solo una persona lo había arrebatado de los brazos de la muerte y solo se permitiría morir por ella.
—¡Están enfermos de fidelidad! —gritó Eudor. Sabía que gran mayoría de los mercenarios se ahogaban con la avaricia de ser un noble, pero que su codicia y salvajismo los limitaba grandemente—. ¡Matarme! —se rio con amargura—. Pero ingenuos, ingenuos idiotas... Nadie es quien debe ser sino quien puede ser. Decidme, ¿cómo aseguráis que mi corazón es de piedra si os vestís con ésta? —preguntó inocentemente—. Quizá solo fui a obsequiarle las lágrimas del pueblo a Valkyav... para que lustrase sus inservibles escamas. ¡A Cinco le encantan los regalos! —exclamó alegremente, uniendo las manos sobre el pecho mientras ladeaba la cabeza y sonreía infantilmente— Aunque prefiere recibirlos que darlos...—murmuró como si nadie lo escuchara—. ¡Oh!, y Veinte dice que antes de juzgarme deberían exponerle sus confabulaciones a la Princesa—volvió a exclamar, agregando ello como si se le hubiese olvidado un insignificante detalle—. Sí, sí, con la Princesa—terminó por reafirmar su idea, moviendo la cabeza efusivamente como si ello diera mayor credibilidad a sus palabras.