La bestia conocía demasiado bien el sonido de la sangre cayendo sobre la arena blanca del desierto de sal. El chisporroteo gorgoteante con el que se consumía fugaz al caer sobre la superficie recalentada por el sol. Era sangre de liebre, aguada, inútil, lívida. Solo servía para sacrificar. La sangre de la bestia era diferente. Por ella corría una furia asesina que le recorría todo el cuerpo, potente, siniestra, dueña de la bestia más que sí misma y por eso debía derramar las otras sangres, disfrutar del siseo con el que volvían al polvo, a donde era su lugar, y servirse de la carne, deslizarla hasta el vientre, caliente y nutritiva, dadora de fuerza y vida para el poder de sus músculos que ahora eran todo tensión, todo expectativa, mientras se agazapaba allí bajo la arena, esperando para servir al propósito de la naturaleza, al designio divino por el que las bestias fuertes hacían presa de las más débiles para que la tierra continuara girando y las bestias matando y muriendo.
Pero había veces en las que la bestia era desafiada.
Eran esos de dos pies. Con sangre peor a la de la liebre. Dueños de unas extrañas agallas que la bestia amaba destrozar con sus garras, mientras le llegaba a los oídos el quebranto de sus huesos triturados junto a sus últimos lamentos. Si de algo sabían los de dos pies, era gritar.
Y desafiar. A la bestia y por lo tanto a la naturaleza.
A la naturaleza que mandaba a las bestias a servirse de los débiles y a los débiles a ofrecer ejercicio, mientras se desgañitaban por huir inútilmente en una deliciosa desesperación que les condimentaba el cuerpo. A la bestia ya le estaba entrando hambre.
Ehogan sentía al animal bajo la arena y la forma en la que esperaba contaba de la paciencia de un depredador experimentado. Y endiabladamente inteligente. Se movió con cuidado. Con toda aquella arena los sentidos podían engañarle. Ya bastante tenía con el viento azotándole la espalda embebido de los diminutos cristales salados que se le quedaban en el cabello y la piel. Y el calor, el calor que le entorpecía y le hacía sudar incluso antes de que empezara el combate. Un combate que había sido un error. Pero ya estaba ahí, ya empuñaba la espada, la larga espada de Continental, de Pielgris, un arma de la que cualquier guerrero con Verdad y Destino se reiría y rechazaría, pero que cortaba tan bien como cualquier otra en manos que supieran como blandirla. Los guerreros con Verdad y Destino no se preocupaban por aprender, sabían que vencerían en cualquier combate, hasta el último, aquel que les era anunciado desde el día en el que eran lo suficientemente mayores para oírlo. Así no tenían miedo, que era lo único que le quedaba a él.
Un miedo como un susurro permanente, como el hálito a muerte en la nuca burlándose de él, haciéndole creer que aquel sería el día. Un miedo que era en sí mismo una maldición. Pero ya había matado la liebre, ya le había ofrecido la sangre al bicho y ya podía imaginárselo abriendo el pico, el terrible pico serrado como cuchillo, curvo como guadaña de segador. Ya no había espacio para el miedo, por lo que tenía que usar la sangre para moverlo al fondo de su mente, donde no molestaba, donde se confundía con el enfoque, con la concentración. Sonrió. Ahí estaba. La inconsciencia del asesino. Cómo la extrañaba cuando no empuñaba el arma.
La arena vibró. Se imaginó las plumas de la larga cola. Supuso que brillarían al viento, se preguntó por los colores que tendrían. Le pidió piedad a la diosa. Quizá no sean rojas, quizá no sean rojas...
Tenían el tono carmesí de la sangre coagulada y, cuando se desprendían, surcaban el viento afiladas como cuchillos, y mataban bien, igual de bien que las garras; las gigantes garras de pájaro terrible, que ya apuñaban la arena, buscando asidero para una sola y brutal embestida vertical que normalmente bastaba con presas lentas. Ehogan rogó ser más veloz. Una vez más.
Removió la arena nervioso. Una gota lenta de sudor descendió silenciosa desde su frente, brilló un momento sobre su nariz y por un momento existió sola en el aire, calmada y segura, precipitándose hacia el abismo microscópico que era el espacio de un segundo a otro, a otro donde no había aire ni calma, y solo arena y caos y ruido, un solo rugido salvaje que se tragó el de Ehogan. Y en ese momento solo reinó el batir de unas alas poderosas que, aunque no podían levantar al bicho en vuelo, servían para darle un solo impulso y combatir el viento que indolente siguió soplando, mientras el hombre desafiaba a la bestia y la bestia aceptaba, abalanzándose desde las entrañas del desierto donde solo existían él y ella, y ninguna otra ley que la de la muerte del más débil.
Era rápido el dos pies. Pinchaba con el hierro como lo hacía el escorpión con la cola, rápido y ágil, como si le perteneciera. Tanto que la bestia empezó a preguntarse si las dos pies no habrían parido un nuevo espécimen con un solo brazo largo de afilado metal.
Esquivaba también. Se torcía sin temor para pasar bajo sus alas y le salía al encuentro de frente. Siempre girando el maldito filo con el que ya le había abierto una herida, un fino y rápido corte en el talón de sus patas traseras, las que no eran solo hueso recubierto por cuero y rematado en puntas, las que tenían ese pelo castaño que tanto reilaba bajo la luz de la luna.