Liliane solía considerar al viernes su día favorito. Quizá no tanto porque era la antesala del fin de semana y tenía planes para salir en la noche. Al contrario, amaba los viernes porque era su día favorito para disfrutar de una caminata al instituto. Gustaba levantarse más temprano de lo habitual, tomar un baño de agua tibia, enfundarse el uniforme deportivo y saborear un delicioso yogurt acompañado con tostadas de queso como desayuno, que ella misma se preparaba. Se envolvía el cabello en una colita de caballo, agarraba un termo con agua hirviendo, su mochila favorita, se despedía de sus padres con un cariñoso beso en la mejilla y emprendía el trayecto de aproxima-damente cuarenta minutos desde su casa al portón principal del instituto.
Durante ese lapso rutinario de ejercicio, adoraba observar el paisaje colorido, las montañas, los animales de campo y especialmente el tramo del bosque, que daba la bienvenida a su pequeño pueblito. Era una sección repleta de árboles diversos de los cuales desconocía el nombre de la gran mayoría, a excepción de los pinos, los sauces, alisos y guacamayos, que había estudiado a profundidad en la escuela. Aquel espeso y húmedo bosque era un espectáculo visual de gran escala en días perfectamente soleados o con delgadas capas de nubes invadiendo el firmamento. Sin embargo, podía convertirse en lugar más sombrío, lúgubre y tétrico del planeta si se veía invadido por la combinación ideal de lluvia y niebla que lo cegaban absolutamente todo a su alrededor. Algo parecido sucedió aquella trágica tarde en la que conoció al señor del traje y sombrero negro y se hizo con el cuaderno mágico, que la llevó a experimentar toda esta amalgama de buenas y malas sensaciones, obviamente con la posibilidad de inclinar la balanza a su antojo, del costado de los eventos positivos (cosa que siempre puede escapársenos de las manos).
Y oficialmente, hace tres días, Liliane interrumpía esa buena racha de sensaciones tras los acontecimientos en la oficina de la Inspectora Melanie, que conllevaron, tácitamente, a una dolorosa ruptura de la relación con Ryan. Cortaron comunicación. Apenas y cruzaban miradas en el instituto (muchas veces por casualidad) y cuan-do lo hacían, trataban de esquivarlas frenéticamente, para no caer en la tentación. Liliane no podía negar que lo extrañaba, incluso ha-bía llorado desconsoladamente las dos noches anteriores, no obstante, se resistía a creer que la culpa era suya. Ella había cumplido con su parte, evitó una desgracia. Ryan, por el contrario, fue necio y testarudo. Aquella trágica mañana se empeñó en demostrar su cul-pabilidad antes que salir en su defensa.
Así que ella lo tenía claro: habían destrozado su dignidad y orgu-llo. Obviamente pudo reponerse del golpe (al final todos lo acaban haciendo a su manera), pero si alguien tenía que apresurarse a reco-ger los pedazos de la relación que quedaron esparcidos en el pavimento, para volver a pegarlos, ese alguien debía hacerlo pronto, antes que el viento con sus brazos se encargara de destruir los pequeños lazos invisibles que aún seguían uniéndolos y donde todavía se conservaba una pizca de esperanza.
Ese mismo viento helado que rozaba las cálidas mejillas de Liliane en la carretera, mientras proseguía su camino parsimonioso al instituto.
Aunque este viernes pintaba un azul majestuoso y uniforme, sin rastro de nubes que estorbaran el camino magnificente del sol que ya se asomaba por el horizonte, para Liliane era un día carente de sentido y emociones. La ruptura de comunicación con Ryan la destrozó literalmente y la devolvió a su pasado tormentoso, aquel que había podido maquillar con el cuaderno mágico y del que ahora no quería recordar ni su portada, ni sus deseos escritos, ni su magia.
Por primera vez, desde hace semanas, se permitió disfrutar de un pequeño espacio dedicado a la reflexión profunda y a la resistencia al dolor, cosa que había olvidado por lo frenético y frecuente de los momentos agradables. Se mentalizó en enfrontar el problema sin la necesidad de recurrir a un objeto con poderes sobrenaturales, por lo que desde la mismísima noche de ayer decidió esconder el cuaderno mágico en el rincón más recóndito de su habitación, para evitar acceder a él fácilmente. Lo colocó en una caja de cartón y la selló toda con cinta de embalaje, haciendo imposible su extracción de manera sencilla. Depositó la caja en el fondo de su guardarropa, formó una montaña con prendas, zapatos y cuadernos viejos, y asegurando su interior con un candado del cual arrojo la llave a la basura.
Para colmo, recordó que hoy era la presentación de su candidatura a reina y que el club había organizado una megafiesta para celebrarlo. Le aterra el solo hecho de pensar que está a punto de decepcionar a toda una comunidad de fieles seguidores, los mismos a los que engañó estos últimos días aseverando que la repentina separación de Ryan era un hecho premeditado, una estrategia. O más bien dicho, una pequeña sorpresa. Seca las lágrimas que se han derrama-do inconscientemente por sus mejillas con los dedos y decide parar para tomar un poco de aire. Siente el aroma del viento helado entrar en sus pulmones, dispersarse por su sangre y bajar su temperatura, a pesar de que los rayos del sol empiezan a abrigar el ambiente. Se mete una mano al bolsillo y extrae el teléfono móvil. Al oprimir el botón para encender la pantalla se percata que ha olvidado cambiar el fondo, con la fotografía de ella y Ryan abrazados, con las cabezas juntas y sonriendo y el portón principal del instituto a sus espaldas. Mira la imagen con detenimiento, pasea su dedo lentamente por ca-da rincón de la pantalla, como si lo estuviera acariciando, y entonces sonríe melancólicamente, intentando asimilar el golpe final que la dejará destrozada y al borde del abismo.
Editado: 04.12.2019