El aire estaba espeso y húmedo, se le pegaba en la piel como una lámina molesta de la que no podía desprenderse. A más pedaleaba, más empapado de sudor estaba. La noche había caído hacía rato y el escueto mensaje de María, respondiendo con un simple «sí » , a su eterna pregunta «¿estás bien?», le tenía preocupado. Ella solía explayarse un poco más, algún emoticón triste diciendo que lo extrañaba, una carita feliz con un «te amamos». Pero un monosílabo no era propio de ella. No con él.
La falta de estrellas en el cielo y el deturpado de la luna le inquietaron. Llovería seguro. Y tal vez las piernas de María estarían hinchadas como tubos. O le faltaría el aire, como a él.
Con el galope desbocado de su corazón, que le obligaba a entreabrir la boca para respirar mejor, se deslizó casi con torpeza por la avenida hasta doblar, al fin, en la esquina de su casa.
Le extrañó que las luces estuvieran apagadas. Debería haber visto encendidas las de la entrada y el patio; y por los intersticios de la persiana, la lamparilla del comedor. Pasó la pierna por sobre el caño antes de detener la bicicleta y que el movimiento de la puerta en la casa de al lado lo sorprendiera. Era Raquel, su vecina.
—Lorenzo, ¡llegaste! —exclamó ésta, sonriendo—. María está acá.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué pasó?
—Nada, nada, ella está muy bien. Sólo vino a charlar un rato, pasá.
No era propio de María visitar a los vecinos, y menos estando él a punto de llegar. Con el revés del antebrazo se secó la frente.
—Pero ¿está bien? —insistió. La mujer asintió y le indicó, con un gesto, que entrase.
Lorenzo dudó, pensando que una de las bolsas plásticas que pendían del manubrio podría chorrear y ensuciar el impecable piso de mosaicos negros y blancos del pasillo de su vecina. Desde hacía unas cuantas semanas, se había tomado la costumbre de llevar comida del restaurante donde trabajaba para que su mujer no tuviera que preocuparse, ni siquiera, por la cena. De pasada, compraba un pote de helado —el postre preferido de ambos— que disfrutaban después, ya en la cama, mientras veían alguna película, abrazados y melosos.
—Dejá la bici por ahí —le indicó la vecina. Lorenzo entró el rodado y lo apoyó con delicadeza contra la pared impoluta, cerrando tras él la puerta de madera lustrada.
En la cocina se encontró con Pancho, el marido de Raquel, a quien saludó con una ligera sonrisa, y con María. Se adelantó rápido para tocarla, tocar su vientre, acariciarle el pelo, asegurarse que estaba bien. Ella le tomó el rostro con ambas manos y besó sus labios.
—¿Qué pasó?
La muchacha levantó apenas los hombros, apenada por preocuparle. Se sintió tonta e infantil. Insegura. Su garganta se anudó con un deseo irrefrenable de llorar. Pero se contuvo. Por él.
—Es...escuché unos ruidos en casa y me dio un poquito de miedo —dijo, minimizando el susto que se había llevado.
—¿Unos ruidos? ¿Qué ruidos? —exclamó él, mirando a sus vecinos.
—No sé —respondió Pancho mientras le ofrecía un vaso de cerveza fría, que Lorenzo aceptó gustoso—, yo fui a ver y todo estaba bien.
Pancho y Raquel eran sus vecinos inmediatos, los que tenían su casa pegada a la suya. Eran dos jubilados de unos sesenta o setenta años —no se habían atrevido a preguntarles nunca, su edad exacta—, con quienes hicieron buenas migas desde el primer momento. Pancho, un hombre robusto y con un buen estado físico, se había acercado a colaborar con las cajas que, aunque no eran muchas, pesaban bastante, durante su mudanza. También era quien los ayudaba a traer, en su vieja camioneta, los muebles que de a poco, lograban ir comprando. Pancho y Raquel no tenían hijos ni familia; por lo que entre todos ellos, se había dado esa extraña relación que se da casi natural, cuando la vida reúne por casualidad, a quienes parecen comprender las mismas condiciones. Aunque no podían considerarse amigos todavía.
—Llegó bastante asustada. Y descalza —sonrió la mujer, que se había apoyado en la mesada y cruzado los brazos—. Le di un té y le presté unas chinelas, nos contó que escuchó unos ruidos en la planta alta, así que Pancho fue a ver... -—Levantó los hombros y entrecerró los ojos.
—No había nada —repitió el hombre desde la silla que ocupaba, al otro lado de la mesa—. Todo estaba en orden. Ahora cuando vayan, fíjense si falta algo...yo no ví nada fuera de lugar.
—¿Las ventanas? —preguntó Lorenzo, incorporándose.
—Estaban cerradas.
El muchacho miró a su esposa, que se aferraba a su mano, como si temiera que se le escapase. Estaba pálida.
—¿Te sentís bien? —le preguntó una vez más. Ella asintió con la cabeza.
Pese a la insistencia de los Ochoa para que se quedaran a cenar con ellos, María prefirió ir a su casa y, aunque a Lorenzo le tentó la idea de compartir una comida con sus vecinos, no podía negar que necesitaba ducharse con urgencia y meter el helado en el freezer, que ya bastante derretido estaría. Un trueno resonó a lo lejos.
Les agradecieron que hubieran ayudado a María y ésta les regaló un abrazo de despedida que emocionó a los ancianos. Les hicieron prometer que contarían con ellos ante cualquier eventualidad. Lorenzo sonrió mientras sacaba la bicicleta del pasillo con sus dos bolsas a cuestas, pidió perdón por el ligero goteado. Raquel movió la mano en el aire, restando importancia.
Una vez dentro de la vivienda, ya encendidas las luces y el ventilador, la joven se dejó caer sobre el sillón. Lorenzo fue a dejar la bicicleta en el garage, dejó la bolsa con la comida sobre la mesa y metió la otra en el refrigerador para ir luego a sentarse junto a su esposa. La débil sonrisa con que lo miró le arrugó el corazón. La abrazó.
Sin explayarse demasiado con el estado de nervios en el que se había sumido durante la tarde, María le narró lo ocurrido. Él la escuchó en silencio.
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Editado: 01.12.2022