El cuerpo del hijo

Epílogo

Rodolfo Cuevas firmó en prisión la sesión de la casa de Santa Magdalena a María y Lorenzo Centeno. Fue por insistencia del abogado de la pareja y formó parte de la condena de quien colaboró en la desaparición de Beltrán Centeno.

Porque pese a que Lorenzo juzgó innecesario un retorno a aquellos dolorosos recuerdos, para María esa casa era mucho más que las paredes o la piscina que había estado anulada y que ahora había vuelto a ser piscina. Esa casa tenía el cuarto de su bebé, al que había arreglado con tanto cariño y esa cuna tibia que esperaría siempre por él. Contenía ese móvil que la llenaba de paz y esperanza porque le anunciaba que su niño alguna vez regresaría. Estaba segura de ello.

Y estaban allí sus eternas compañías: Benito y Valentín Sandoval, que la visitaban esporádicamente, dejando ese rastro avainillado mezclado con canela que le hacían saber que habían estado aunque no pudiera verlos. Una luz que se apagaba de pronto, una ráfaga de viento, le recordaba que seguían allí, acompañándola. Sabía que no se irían definitivamente, hasta que sus niños fueran encontrados. Se lo había anunciado Valentín, la última vez que lo había visto, una fría mañana de invierno, después de haber despedido a Lorenzo en el portal.

Había entrado a ventilar el cuarto de Beltrán cuando sucedió otra vez. Dejà vu, pensó con una ligera sonrisa. La caja de fotos, que nunca habían logrado entregar a nadie, había vuelto a asomar por el placard donde guardaba la ropa del niño. Acuclillada la levantó, y la volvió a abrir. Fue la primera vez que miró con detenimiento su tapa y cayó en cuenta que alguna vez, había sido una caja de bombones. Dentro, un papel blanco que no había visto antes, le llamó la atención. Estaba a punto de desplegarlo cuando la ventana de la habitación se abrió de golpe llenando el cuarto de viento y llovizna helada. Iba a cerrar las hojas cuando el rubio se interpuso con mirada severa. Esta vez, sintió miedo. Los ojos de Valentín ya no eran azules, eran dos cuencas vacías y abisales, como las de su padre. Su aspecto ya no era el de un ángel. Buscó con la mirada al calvo pero éste no no había acudido al encuentro. 

Temblando desdobló el  papel. Había un nombre escrito con letras temblorosas, enormes y rojas: Vitto. 

Lo miró interrogante y el espectro volteó hacia la cuna.

—¿Es tu hijo, verdad? Está vivo también y querés que lo busque... Lo voy a hacer, Valentín. Te lo prometo. 

Por eso, había querido María regresar a aquella casa, por eso le había pedido a su abogado que en lugar del resarcimiento en dinero que el juzgado había dictaminado pagar a los implicados, se les entregara esa vivienda. 

Domingo a domingo visitaba las tumbas de los Sandoval y repetía su promesa como una letanía, llevaba flores y hasta había logrado que el patito de goma quedara sobre la del niño que habían enterrado. 

Año 2018       

Año 2018

 

Bruno los visitaba cada tres o cuatro meses, nunca sabían bien por dónde andaba. Viajaba mucho pero difícilmente detallaba sus recorridos. Lorenzo y María estaban en conocimiento que había comenzado una especial relación con la subinspectora Fonseca y que se había hecho muy amigo de Mariano Donatti, hijo de don Emilio, que continuaba siendo su abogado de cara a la investigación del paradero de su hijo, Beltrán.

Un domingo de mayo, cuando María aún guardaba para sí la sospecha de un nuevo embarazo y Lorenzo arreglaba con ahínco los frenos de su bicicleta, Bruno y el abogado aparecieron de visita en su casa. María les abrió la puerta y al hacerlo, una ráfaga fría y acaramelada pareció bailotear a su alrededor. Los ojos de los recién llegados anunciaban sorpresa y expectativa, brillaban. Había sonrisas contenidas en sus miradas. Pudo notarlo. 

—Llamá a Lorenzo —le pidió Bruno.

Recién cuando los cuatro estuvieron sentados alrededor de la  mesa de la cocina, Mariano sacó una delgada carpeta de su mochila y la apoyó sobre la mesa. Dejó descansar sobre ella sus manos y miró al matrimonio a los ojos. Había una emoción subyacente en el aire, María sintió el aliento de Valentín sobre su cabello. Él también estaba esperando.

Mariano cedió la palabra a Bruno, a él le correspondía decirlo. Había sido él quien lo había logrado.

—¡Lo encontramos! —dijo el primo con la voz entrecortada por la emoción.

Lorenzo y María no tuvieron palabras, solo lágrimas, sollozos, un largo abrazo y muchos «gracias» susurrados, murmurados, que salieron desde el alma y que querían ser gritados.

 —¿Dónde está? —preguntó Lorenzo, emocionado.

—En el auto, con Gabriela y la jueza Olivares.

Para María fue casi un desmayo, saber que su hijo estaba a unos pasos de ella. 

—¿Por qué no lo bajaron? —preguntó  con voz trémula.

—Había que prepararlos, en realidad, los psicólogos aconsejan un período más....

Pero la pareja ya no lo escuchaba, habían corrido hasta la ventana y una vez allí, abrieron muy despacio la cortina. La jueza, a la que tantas veces habían visto, estaba de pie junto al vehículo, con una mujer algo más joven, ambas parecían de muy buen humor. Sentada dentro del auto, la subinspectora Fonseca, o Gabriela, como la había llamado Bruno momentos antes, estaba con un niño en brazos. Un niño precioso, que jugueteaba con un peluche. 




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