El Culto a Las Reliquias

CAPÍTULO III LA DIVINIDAD DE LAS RELIQUIAS

La Edad Media será una época en la que el culto hacia las reliquias experimente un gran auge, no solo desde el punto de vista social o religioso sino también político, económico... El por qué de este interés por las reliquias hay que buscarlo en la creencia generalizada de que, en aquellos restos, orgánicos o inorgánicos, residía una parte de la divinidad. Desde el punto de vista del cristianismo, Dios era percibido como una fuerza misteriosa capaz de manifestarse en cualquier lugar o momento. Sin embargo, para alcanzar su “gracia” era necesario recurrir a intermediarios, a individuos que un día habían sido carne y que, tras su muerte, por haber sido “modelo de vida” en su paso por la Tierra, se entendía que participaban del mundo superior. He aquí la importancia de las reliquias, vistas como aquellos elementos materiales a través de los cuales uno se podía impregnar con una pizca de divinidad. La tumba del hijo del Zebedeo en la catedral de Compostela generó, desde su descubrimiento, allá por la primera mitad del siglo IX, un flujo y reflujo de gentes, de fieles devotos que se acercaban a la iglesia en la que se hallaba su cuerpo con la esperanza de “captar” la atención del mártir y conseguir su ansiada intercesión. Paulatinamente, fue creciendo más y más la fama del santuario y, con él, la riqueza de este. A Compostela o, más bien, a la iglesia jacobea, fueron llegando nuevas reliquias de muy diferentes maneras y, con ellas, también relicarios que, al tiempo que las protegían, también las embellecían.

 

En el origen de la veneración por las reliquias se encuentra el culto a los mártires, una devoción que se rastrea ya desde los primeros siglos del cristianismo. Aquellos individuos fueron desde el principio, considerados como los miembros más ilustres de la comunidad cristiana, pues habían derramado su sangre como testimonio de la fe en la que verdaderamente creían. Así, ya en el año 150, tras el martirio de Policarpo, obispo de Esmirna y discípulo de san Juan Bautista, sus fieles pudieron recoger sus huesos, más preciosos que joyas, más ilustres y estimables que el oro y los depositaron en un lugar conveniente. La veneración por los mártires y por sus reliquias era, pues, conocida desde la segunda mitad del siglo II.  No obstante, hablamos en esta época de un cristianismo que se halla en la clandestinidad, una forma de fe que ha de permanecer oculta a los ojos de las instituciones oficiales. Un tiempo en el que el culto se focaliza casi siempre sobre el sepulcro del mártir. Sin embargo, con el paso del tiempo, una vez aceptado el cristianismo dentro del imperio, la veneración por las reliquias iría en aumento, transformándose aquellas en un preciado tesoro, codiciado no solo por la Iglesia o los fieles devotos, sino también por los propios gobernantes.

Con todo, será a partir del siglo IV cuando se experimente en el seno de la cristiandad, el resurgimiento del culto a las reliquias martiriales. Es ahora en el año 313 con la celebración del Edicto de Milán, cuando el emperador Constantino proclama la libertad de cultos en el Imperio. Es el primer eslabón de una cadena que, en el año 380, lleva a Teodosio a proclamar en el Edicto de Tesalónica, la religión del Apóstol Pedro como la oficial dentro del Imperio Romano. Y así, desde la conocida como “Paz de la Iglesia”, los cristianos dejan de estar perseguidos, siéndoles permitido erigir, en un principio, pequeños templos sobre las tumbas de los mártires. Asistimos, de este modo, al origen de lo que luego será el desarrollo de los martyria o de edificios basilicales de dimensiones considerables. Lo cierto es que, desde muy pronto, dentro del cristianismo, la devoción por los restos martiriales se ve supeditada al número y lugar de sus enterramientos.

Se da así el fenómeno de la búsqueda, extracción y traslado de reliquias de forma desesperada con el fin de multiplicar los espacios de culto. Ante la cada vez mayor costumbre de transferencia de restos martiriales, en el año 439 entra en vigor en Occidente el Codex Theodosianus. Se ordena allí “que nadie traslade a otro lugar un cuerpo inhumado; que nadie despedace a los mártires…”.  A finales del siglo VI la emperatriz Constantina, esposa del emperador Mauricio, solicita al Papa Gregorio la cabeza o alguna otra reliquia del Apóstol san Pablo. La respuesta del Sumo Pontífice es rotunda: “no es costumbre en Roma ni en Occidente el tocar los cuerpos de los Santos, y si algún sacrílego se atreviese a ello sería castigado por Dios y por los hombres". A cambio de ello el Papa Gregorio le habla de otra solución a la emperatriz: los brandea o reliquias de contacto, obtenidas mediante la colocación de paños sobre la tumba del mártir o del santo.

 

Estas resultaban tan virtuosas como si se tratase del mismo cuerpo del difunto.  Es tal la importancia que el Pontífice quiere otorgar a los brandea que llega incluso a ordenar que sea sustituido por ellos el cuerpo que se veneraba como el de san Sixto, cuya autenticidad era dudosa. Pero es, sobre todo, desde finales del siglo VI cuando se llega a hacer imprescindible la deposición de reliquias en el altar para que el templo se considerase habilitado para el culto.  Así pues, podemos decir que cuando un templo o una capilla se dedicaban a un santo o a un mártir era porque se había conseguido una reliquia de este. En esa estrecha unión entre los restos martiriales y el altar se ha citado a san Juan y su pasaje del Apocalipsis 6, 9: «Vi al pie del altar las almas de los degollados por causa de la palabra de Dios y del testimonio que mantuvieron». La explicación para esta utilización de las reliquias vendría dada por la conciencia cristiana del vínculo entre el sacrificio sacramental (Eucaristía) y el sacrificio (martirio) de sus discípulos.




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