Becky aprovechó el caos para entrar. Todo el quinto piso estaba sumido en el pánico y nadie se dio cuenta de la presencia de la intrusa.
—Perfecto — dijo ella sintiéndose una ganadora -. Este plan no podría salir mejor.
Becky, al igual que los otros invitados a la fiesta, no podía ver nada. Los guardaespaldas trataban de calmar, sin éxito, a los invitados y Robert Colan se mantenía en su trono mientras esperaba a que volviera la luz.
Becky caminó de puntillas a la montaña de regalo, abrió su mochila de My Little Pony (la compró porque tenía varios cierres, no porque era fan de la caricatura) y sacó un regalo envuelto en papel amarillo. La caja comenzó a vibrar y Becky frunció el ceño.
—Bernie — dijo Becky con un tono ácido — quédate quieto — ordenó juntando los dientes -. No lo arruines. ¿Quedó claro?
La caja dejó de moverse y Becky sonrió con ansiedad. Se relamió los labios resecos. Sentía comezón en todo el cuerpo, principalmente en zonas donde no podía alcanzar con sus manos. Esos eran los efectos de no tomar su medicina a sus horas.
Cuando esto termine voy a celebrar con una montaña de éxtasis rosa, casi tan grande como esta montaña de regalos, se dijo a sí misma. Becky dejó el regalo entre los demás. La caja se mezcló perfectamente. Se dispuso a irse cuando unos ladridos la obligaron a detenerse.
Dos perros estaban frente a ella, cerca del trono de Robert Colan. Un negro y un blanco (solo se podía ver al blanco con la poca luz de la calle). El blanco era el único que ladraba y lo hacía con fuerza. Los invitados, que se movían como gallinas decapitadas, se asustaron aún más.
¿A quién le estaba ladrando ese perro?
La respuesta vino de inmediato. Un rayo se dejó ver desde el quinto piso con un sonido apabullante. Iluminó por unos segundos al intruso. Todos, incluyendo Robert Colan, pudieron verla.
Era una encapuchada; cabello rojo; manos juntas y encorvada. Tras la túnica solo se podían ver unos pies pálidos en unos zapatos viejos. Su nariz era enorme, podría arrancarle un ojo a una persona con ese pico. Un tucán estaría celoso. Varios puntos rojos se dejaban ver alrededor de sus labios negros.
Los guardaespaldas sacaron sus armas.
—¡Alto! — exclamó uno de ellos.
Becky se quedó parada, sin saber qué hacer. Puso sus manos en su espalda, deslizó una daga a su mano. Pensó en matar a uno de los guardaespaldas y saltar por la ventana. Eso significaría una muerte segura.
No le importaba.
Mientras consiga su venganza, el permanecer viva es irrelevante.
Harto de tanta indecisión, tanto de Becky como de los guardaespaldas, uno de los perros corrió en dirección de la intrusa y se le lanzó encima. Los dos cayeron por la ventana.
—¡Blanco! — exclamó Robert Colan. Se levantó de su trono y corrió a la ventana, empujando a cada cretino que se pusiera en su camino.
Mientras caían, Becky abrazó al perro, que estaba igual de asustado que ella, se dio la vuelta y permitió que el perro chocara primero contra el suelo amortiguando si caída. Sus quejidos se escucharon en toda La Torre del terror.
Robert Colan vio a dos cuerpos rodeados de sangre. Parecía una pintura abstracta hecho por un artista perturbado.
—Ustedes — señaló a todos los guardaespaldas – vengan conmigo.
Seis personas bajaron por las escaleras al primer piso.
Los invitados estaban más calmados. Algunos prefirieron beber para relajarse. Un intruso y un perro muerto. Nadie se esperaba eso cuando fue a la fiesta de cumpleaños de la persona más influyente de Ellis.
Una vibración hizo que una mujer gritara. Los demás invitados se acercaron intrigado. Se trataba de uno de los regalos, envuelto en papel amarillo.
—¿Qué será esto?
—No lo sé. Puede ser una bomba.
—¿Una bomba? ¿De quién? Ninguno de nosotros seríamos capaces de hacerle daño a Robert Colan. Eso perjudicaría nuestras ganancias.
Todos estuvieron de acuerdo.
—Además nuestros enemigos carecen de los recursos y la inteligencia para fabricar una blanca.
El alcalde se puso de cuchillas y tomó el regalo. El alcalde era un hombrecillo delgado, calvo y de ojos expresivos.
—Solo hay una forma de averiguarlo.
El alcalde rompió el papel con mucha fuerza y levantó una ceja al ver si contenido.
—¿Quién de ustedes, malditos tacaños, le regaló una olla arrocera a Robert Colan?
La caja se abrió sola y los invitados hubieran deseado que fuese una olla arrocera.
El gusano saltó de la caja y fue en dirección del ojo del alcalde. El gusano era enorme y delgado. De nueve anillos y del tamaño de un antebrazo. Clavó sus tenazas en su cara. Con su saliva derritió el ojo del alcalde y se metió por el agujero.
El gusano tenía mayores ambiciones. El ojo era solo un aperitivo. El plato fuerte era el cerebro. El terror, los chillidos y el caos volvieron. Los invitados se alejaron del alcalde que no dejaba de chillar de dolor. Sangre se escurría por todos los orificios de su cabeza.
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cumpleaños feliz!!, venganza dolor, insectos antropormoficos
Editado: 30.08.2024