|Su nombre es Rossy|
†
La madre superiora nos taladra con su mirada oscura a ambos de hito en hito. Y, de no ser porque tengo otras cosas en las que pensar, me hubiera permitido sentir nerviosa. Pero no podía. La cabeza y el cuerpo me dolían hasta más poder y en mi garganta aun latía furioso un nudo que me asfixiaba. Mientras tanto, mi mente era atacada por un tornado de preguntas, miedos y voces que lanzaban gritos inteligibles para mí. El deseo de vomitar creció y tuve que apretar mis labios. Además, el recuerdo de haber encontrado a una completa desconocida, a kilómetros eternos de cualquier civilización que no sea Gellicut, con la vida pendiendo de un hilo, no ayudaba demasiado en el trabajo de prestar atención al enojo justificado de la directora de esta institución.
—Adeline —me llamó la atención.
Parpadeé, intentando recordar si habia dicho algo. Porque, sinceramente, no habia estado escuchando.
—Lo siento —mascullé, bajando la mirada en señal de sumisión.
Era mejor decir lo que querían oir para irme más rápido de aquí.
La puerta del despacho de la mujer se abrió por segunda vez desde que entramos y el trio de oro que llevaba las riendas de Gellicut estuvo completo. En silencio y junto al padre Gregorio, el padre Joaquín se sentó en otro de los sillones dispuestos a los lados de la espaciosa habitación.
—La hermana Rita ve un panorama favorable a pesar de las… circunstancias —dijo el joven hombre hacia la mujer.
Y yo, sabiendo a quien se referían, no pude evitar soltar un suspiro que llamó la atención de los presentes.
—Bien, ahora que ya hemos resuelto esa parte… —dijo ella dirigiendo de nuevo su atención hacia mi amigo y yo —¿entienden que pueden estar en serios problemas? —preguntó, como si el hecho de seguir aquí sentados no nos lo hubiera dejado en claro ya.
—¿No importa más el haber encontrado a la chica? —me atreví a decir sin poder evitarlo demasiado.
Algo dentro de mí se agitó, similar al enojo e intentó crecer. La madre superiora me miró directamente, estaba bastante segura de que, en su cabeza, me estaba atravesando el cuerpo con sus ojos negros.
—Pudo haber muerto de no haber sido por nosotros —continué, movida por el enojo que habia comenzado a sentir.
Era verdad. Tenía razón. De no haber sido por Leandro y yo, nadie la hubiera encontrado jamás y pronto su cuerpo sería enterrado bajo hojas y nieve o habría sido devorado por algún animal salvaje. No sabríamos que, metros más allá del jardín de estatuas, había un cadáver que tuvo un nombre, una vida, y que alguna vez fue amado por alguien. Y, no sabía exactamente por qué, pero aquello hacía que mi pecho se oprimiese con una tristeza que me era muy conocida. El hecho de ser olvidada, de no ser encontrada…, podría ser lo que también me deparara el futuro a mí. Sin una familia a la que volver o alguien a quien acudir.
Sería un cadáver, pero con la diferencia de que la vida aun siguiera manteniendo mi cuerpo. Porque afuera, en el mundo real en donde todo siguió su curso mientras nosotros nos estancábamos en este lugar, no había sitio para alguien como yo. Para cualquier como cualquiera de los que me rodeaban hace años.
No importaba si estas personas se esforzaban en hacernos… sanos y normales. Al final, no pertenecíamos a ningún bando.
—Ada… —el padre Joaquín habla por segunda vez y yo me obligó a apartar la mirada de la madre superiora para posarla en el hombre. Quien, luciendo uno de sus impolutos trajes negros, me mira con algo de comprensión en sus ojos —¿fue idea tuya salir? ¿fuiste tú quién…?
—Fue una casualidad —se apresuró a decir Leandro mirando al hombre con el ceño fruncido —. Fue idea de ambos —añadió con la voz dura.
Muchas veces, podía ver a mi amigo perder el control ante algunas situaciones. Pero, si había algo que confundía al tiempo que sorprendía, era su capacidad de mantenerse de pie en las situaciones difíciles. Como cuando encontramos a la chica y yo estuve a punto de perder la cabeza —aún más— gracias a las voces que habían comenzado a gritar dentro de ella. Leandro logró cargar con el cuerpo de la desconocida y lidiar con mi propio pánico y traernos a ambas a un lugar en donde creíamos estaríamos a salvo. Porque era el único lugar en donde estaría a salvo.
El padre Gregorio sonrío algo divertido hacia mi amigo y se puso de pie.
—Leandro, te conozco desde que tenías ocho años. No es propio de ti este tipo de… travesuras —dijo tranquilamente —. Así que dígannos la verdad y nadie será castigado.
Leandro y yo nos miramos levemente sorprendidos. La madre superiora también lo estaba cuando miró a su compañero de trabajo con los labios fruncidos. Esta, sin duda, era una decisión que se habia tomado sin su conocimiento. El cura que llevaba a su cargo a la iglesia de Gellicut me miró, expectante.
—¿Qué te han dicho, Ada? ¿qué, exactamente, te han pedido que hagas? —y yo sabía a qué se refería.
Yo sabía que quería.
Desde que era una niña, la curiosidad que las voces despertaban en el padre Gregorio era evidente. Habia tratado, por años, hacer que me abriera a él y le contara todo lo que ellas metían dentro de mi cabeza. Decía que era parte del tratamiento, que de aquella forma separaría lo que en realidad pienso yo a lo que piensan ellas. Sin embargo, jamás lo había hecho. No podía hacerlo. Cada vez que quería hablar de ellas con alguien, no solo se interponía mi propio instinto de supervivencia que me gritaba a viva voz que debía mantenerlas secretas, sino que ellas mismas parecían aumentar su poder y hacer que mis labios se sellaran a cal y canto.
—Yo… —dudé, trabándome. Abrí la boca de nuevo para continuar, pero una sombra me llamó la atención. Miré esa esquina atentamente, presintiendo que en cualquier momento algo o alguien saldría desde aquel recoveco sin luz. Mi estómago se apretó y las náuseas aumentaron. Debí quedarme viendo demasiado tiempo, porque los demás lo notaron y se giraron en la misma dirección. Cuando volvieron a prestarme atención, me adelanté a hablar primero —solo quería salir a ver el cometa. La hermana Catalina me había dicho que hoy pasaría uno y solo quise verlo —mentí, casi perfectamente.