|Par de ojos|
†
«Salta»
Las voces gritan dentro de mi cabeza mientras el mundo a mi alrededor gira sin ningún control. Sobre mí, la tormenta estalla con una ferocidad que hace crecer la adrenalina en mis venas. No siento miedo, no siento angustia. En todo lo que puedo pensar es en lo trágica que sería mi caída desde aquí. Y, con ese pensamiento, ellas se carcajean.
«Hazlo» dicen.
«Nadie va a detenerte.»
«Nadie quiere.»
Respiro hondo y miro hacia arriba, la imagen que recibo del cielo tempestuoso me hace sentir insignificante. Como una hormiga a la que sería fácil aplastar. La lluvia me ahoga y el viento hace que me tambalee en el borde de aquel, metafórico y literal, abismo. La terraza de Gellicut siempre se encuentra custodiada por grandes cadenas que impiden la salida de los alumnos al exterior, así que ni siquiera sé cómo llegué.
«No importa el comienzo, sino el final.»
Y el final acababa conmigo y mi libertad.
Dudosa, pero a la vez empujada y alentada por una extraña deidad, mi pie derecho roza el vacío. Varios, demasiados, metros hacia abajo, una de las pocas estatuas que se mantienen en pie parece mirarme. Un ángel con las alas rotas y que parece llorar gracias a la lluvia.
—¿Y si no encuentras lo que buscas? —dice una voz masculina, y parece rebotar por todo el lugar. Me estremezco, con el pijama empapado y el frío del ambiente, nada me proporciona calor —. ¿Y si terminas en un infierno incluso peor que tu realidad?
Algo se remueve dentro de mí, ellas callan y se retraen en un rincón que no logro alcanzar. Frunzo el ceño y dudo por un momento. Es cuando algo me empuja desde el frente hacia atrás. Caigo bruscamente sobre el suelo de piedra y el dolor estalla en mi cuerpo. Sobre mí, la tormenta deja caer un trueno que hace eco en mi pecho. Mi vista se desenfoca y, de un segundo para otro, solo escucho el latido de mi corazón. El mundo parece congelarse y todo lo que queda es… yo.
Una figura borrosa se aparece en mi campo de visión y por más que lucho por aclarar mi vista y mi mente, no puedo. Todo lo que distingo son un par de ojos cuando se agacha junto a mí y, luego, una mano corriendo el cabello de mi rostro. Tiemblo, pero no de frío. De nuevo, algo se remueve, pero esta vez es diferente. La tristeza y la nostalgia me azotan a oleadas indetenibles y un nudo aprieta mi garganta.
—Te encontré —dice la voz.
Y entonces despierto.
Seca y con un único dolor en el pecho, me encuentro sentándome de golpe sobre mí cama y, de primera plana, recibo el armario de mi habitación. Confundida, busco aclarar mi cabeza mientras las imágenes de la anterior pesadilla se van alejando con una rapidez increíble. No me permiten, siquiera, darles un último vistazo para entender qué eran.
Afuera, la noche clara y estrellada reina junto al frío del invierno. No hay tormenta, no hay terraza, no hay fin. La angustia se clava en mí como otra espina de un antiguo rosal que nació y creció repleto de cosas malas en mi pecho y mi respiración se atasca. Cierro los ojos con fuerza, mientras los últimos destellos de la pesadilla desfilan hacia el olvido dentro de mí cabeza.
La tormenta.
La terraza.
Esos ojos verdes.
Y, luego, no hay nada más.
Solo un vacío que pronto es llenado por su presencia.
†
—¿No piensas ir a desayunar? —la pregunta de Beca me saca de mis pensamientos y desvío la mirada de la ventana para verla a ella. Ya vestidas, al igual que yo, mis dos compañeras me observan expectantes —. Es día de misa, Ada. Debes ir a desayunar.
Cuando se acerca, cierro mi cuaderno con una velocidad insultante. Y, aunque Beca no me lo reproche abiertamente, sé lo que piensa.
—Iré —le aseguro levantándome de mi cama —, solo dame un momento.
Ella asiente y se lleva a Phin cuando entiende que necesito aquel momento para esconder el diario. Nada de lo que ofenderse, entienden. Nadie, ni siquiera tus amigos, debería conocer las debilidades y miedos que guardamos con tanto mimo. En un lugar como este, la noche es solo una aliada enemiga que cobija a oscuros y malévolos espías y, aunque creamos que en la luz del día estamos a salvo, no es así. Solo una palabra, condenaría al más desventurado a una vida de desdicha.
Cuando estoy segura de que he hecho un buen trabajo escondiendo aquel diario, salvo y camino pensando aquello que me habia despertado y que, después, me habia mantenido en vela el resto de la noche. Otra revelación, otro secreto y otro dibujo que pretende caer olvidado por los años, al igual que los demás. Ni siquiera debería sorprenderme que algo se me metiera en la cabeza y se pegara como un dulce al paladar. Y, de todas formas, lo hace.
Porque se siente diferente.
Me encuentro con Andrew al final de las escaleras y él cierra su libro al verme. Me sonríe y yo hago lo mismo.
—Buenos días —saludé a la vez que me abrazaba.
—Sabes, podrían ser normales en este lugar, pero tus ojeras no me engañan —dice él en cambio cuando se aparta. Me mira, taladrándome con sus ojos azules que, tan parecidos a los de sus hermanos, parece querer ver más de mí —. ¿Pesadillas?
—¿Mentirte me salvaría del interrogatorio? —preguntó soltando un suspiro.
Andrew frunce el ceño y me ofrece su brazo para ir juntos caminando. Y, aunque dudo primero, termino aceptándolo.
—Si llegases a mentirme, dolería —responde.
Nos mantenemos en silencio después de eso, porque él ya sabe la respuesta a su pregunta y yo odiaría comprobar la mía. No es necesario admitir algo que, a leguas, aquellos que mejores te conocen, notaran. Aun cuando nadie más hace una alusión directa como él.
Las misas en Gellicut tenían una estricta norma de asistencia y todo aquel que se la perdiera, sufriría las consecuencias. Así que, como yo seguía estando bajo la mira desde el encuentro de Rossy, no podía darme el lujo de apartarme de mis amigos y huir a esconderme en algún recóndito lugar. Era más fácil fingir que nada pasaba, cuando no habia a nadie a quien mentirle. Y decir que no seguía sintiéndome extraña —más de lo normal— gracias a la noche que habia pasado, sería mentirme incluso a mí. Aun cuando eso lo hiciera a menudo.